Siete años después.
Aún recuerdo el día que desperté en el hospital. Papá, tío Pedro, mis primos (quienes habían crecido un montón) y Corina se encontraban a mi alrededor.
Mi primera reacción fue llorar como una niña al notar que se hallaban junto a mí. Ellos también se emocionaron.
Lo segundo que hicieron fue preguntarme cómo estaba y qué me había sucedido, pero fingí no recordar nada y disfruté de su presencia… a pesar de sentirme completamente rota.
—No importa que no recuerdes lo sucedido. Lo importante es que, estás viva. Saldremos adelante todos juntos.
—¿Dónde…? —me dolía la garganta al hablar.
Corina me alcanzó un poco de agua.
—Te dejaron frente a un hospital. Las cámaras de seguridad fueron borradas —papá frunció el entrecejo. Luego, sacó algo de su bolsillo y me lo entregó—. Tenías esto puesto.
El collar de agua marina. Era idéntico al que había usado durante el juego. El mismo que había salvado a los refugiados a último momento.
Empecé a reír como una lunática.
Reí.
Reí para no llorar.
Eventualmente, debí hacer rehabilitación (a pesar de haber estado en una camilla robótica, mis músculos se habían debilitado) y me permitieron hacer la escolaridad en casa, por lo menos por ese año. También tuve que hacer trabajos prácticos para recuperar las materias del año anterior.
Me sentía increíblemente depresiva. Tenía pesadillas con mi madre, con la Cabina, con Nicole y Jacinto, y vivía perseguida. No era capaz de relajarme ni dos segundos. Además, extrañaba muchísimo a Ariel.
Mi papá se había pedido licencia en el trabajo para quedarse a cuidarme, y se veía desesperado para saber qué me pasaba y cómo ayudarme. Moría por contarle todo, pero si lo hacía, el acabaría involucrado. Y eso es lo último que mi madre hubiese querido.
Fui a terapia, pero como no podía hablar de lo que realmente me estaba pasando (excepto, en cierta forma, del trauma de haber perdido a mi madre y no saber qué había ocurrido con ella), la psicóloga y el psiquiatra no pudieron ayudarme.
La recuperación nunca se logró al cien por cien, y fue muy, pero muy lenta. Tuve ataques de pánico, pesadillas y momentos en los que sentía que me ahogaba a causa de la tristeza.
Gracias al universo, Ariel y yo nos buscamos por Instagram. Hablábamos todos los días y hacíamos videollamadas cada vez que podíamos. Sin embargo, nos encontrábamos a novecientos kilómetros de distancia y ambos nos estábamos recuperando de a poco, por lo tanto, fuimos sólo amigos durante dos años.
El joven Escalada siempre me contaba que su mamá y sus hermanos se habían vuelto sobreprotectores con él, que lo ayudaron muchísimo con la rehabilitación y que hasta le contrataron profesores particulares para que recuperara las materias pendientes que le habían quedado del año anterior.
Mantuvimos un contacto diario hasta que cumplimos los dieciocho años y ambos nos vinimos a Buenos Aires a estudiar, usando el dinero que nos enviaban C y D. Les dijimos a nuestros padres que habíamos conseguido trabajo y que por eso podíamos mantenernos en la capital del país. No podíamos decirles la verdad.
Por cierto, nos mudamos juntos, obviamente. Les mentimos a nuestros padres al asegurar que nos habíamos conocido en la universidad. Una mentirita piadosa.
Allí pudimos mantener una relación amorosa como correspondía. A diferencia de lo que fue el comienzo de la Cabina, no peleábamos casi nunca. Ariel logró salir de ese estado de “defensiva” e incluso hizo nuevos amigos. Sin embargo, continuaba depresivo y con muchos problemas para dormir.
Por mi parte, Corina venía siempre a verme y también había forjado nuevos vínculos. Sin embargo, el más fuerte era el que mantenía con Ariel: la única persona que me comprendía en el universo. Y, lamentablemente, aún no había sanado del todo: las pesadillas y los ataques de pánico se repetían cada dos por tres.
Cambiando de tema: les cuento que, al final, no estudié para ser veterinaria, sino bioquímica. Él no estudió marketing, sino que se graduó de policía.
¿Por qué habíamos cambiado de carrera? Fácil: para encontrar la forma de dar con C y con D. Queríamos saber qué les había ocurrido a nuestros padres y queríamos salvar a todas potenciales víctimas de los Cabineros.
Una tarde de invierno, Ariel y yo estábamos abrazados en el sofá de nuestro departamento, besándonos. Cada vez que él me tocaba, era capaz de olvidarme de todos mis problemas.
Estábamos a punto de sacarnos la ropa justo cuando me llegó una notificación de Twitter que iluminó la pantalla de mi celular. Leí de reojo la palabra: “secuestrada”, y a pesar de las protestas de Ariel, levanté el teléfono para leer.
“María Belén Vicuña: 16 años. Secuestrada por unos hombres vestidos de blanco en la costa de Valparaíso, Chile, a las ocho de la mañana. Ella estaba yendo a la escuela cuando un grupo de captores descendió de una Kangoo blanca y la interceptaron”.