Capítulo 3: El eco de la profecía.
El Rey Adriene observaba con su esposa Dhelia el cielo ónix de Umbraal, la capital de su reino, dejando que los ecos de la profecía se filtraran en su mente. No todos la interpretaban de la misma manera.
Para algunos, la unión de luz y sombra significaba una nueva era de equilibrio. Para otros, representaba una amenaza que debía evitarse a toda costa.
Pero una cosa era segura: todas las razas de Titán conocían la profecía de las Lunas Gemelas. Y cada una la veía desde una perspectiva distinta.
Para los ángeles, la profecía no era una esperanza, sino un peligro mortal, y él lo sabía. Desde tiempos inmemoriales, su sociedad se había basado en la pureza de la luz, en la creencia de que su existencia estaba destinada a traer orden al caos. La oscuridad era un veneno, algo a lo que nunca debían sucumbir.
El Alto Consejo Celestial había advertido durante siglos sobre los riesgos de la profecía. Si un ángel y un elfo oscuro cruzaban sus destinos, el equilibrio sagrado de los cielos se rompería. Algunos textos antiguos afirmaban que el día en que eso ocurriera, los ángeles perderían su conexión con la Gran Luz, su fuente de poder, y caerían en desgracia.
Otros, aún más radicales, creían que el ángel involucrado sería consumido por la corrupción, dejando de ser uno de los suyos.
"Si la profecía se cumple, los ángeles caerán y las sombras se extenderán."
Los líderes celestiales aseguraban que si alguna vez un ángel era descubierto cercano a un elfo oscuro, debía ser castigado sin piedad.
Por eso y por muchas más razones los ángeles eran una de las razas que menos alianzas tenía; con sus grandes ejércitos y grandes poderes no requerían tanto de ellas, pero eran hostiles y constantemente buscaban exterminar a las demás especies, lo que generaba interminables guerras que ocupaban luego para seguir promoviendo su ideología.
Para los elfos oscuros, la profecía era un juramento de sangre.
Durante generaciones, habían sido tratados como una raza maldita, condenados a vivir en las sombras mientras los ángeles reclamaban el cielo. Pero sus sacerdotes más antiguos hablaban de otra verdad.
"El día en que la luz y la sombra se unan bajo las Lunas Gemelas, la oscuridad será restaurada y la injusticia terminará.” Muchos en su sociedad veían la profecía como el inicio de su venganza.
Creían que cuando la profecía se cumpliera, los ángeles perderían su poder y los elfos oscuros finalmente reclamarían su lugar en el mundo, haciendo que pagaran por todas las almas que habían perdido en batalla.
Otros la interpretaban de una manera diferente.
Decían que no era solo una profecía de destrucción, sino de transformación. Que la unión entre luz y sombra traería algo nuevo, algo que cambiaría el curso del destino de ambas razas.
Pero había una cosa en la que todos estaban de acuerdo:
"La sangre de los elfos oscuros está atada a esta profecía.”
A diferencia de los ángeles y los elfos oscuros, los magos y los druidas no temían la profecía.
Ellos la veían como parte del flujo natural del cosmos, algo que eventualmente debía ocurrir.
Los antiguos sabios decían que el universo existía en un ciclo eterno de equilibrio y cambio. La luz y la sombra no eran enemigas, sino fuerzas que se complementaban.
Según las escrituras druidas, las Lunas Gemelas no eran solo cuerpos celestes, sino entidades con voluntad propia que influyen en el destino de ciertas personas o en el de las razas. Espíritus guardianes que esperaban el momento adecuado para actuar sobre el destino del mundo.
Los magos, por otro lado, no la consideraban una amenaza ni una salvación, sino una advertencia.
Creían que cuando la profecía se cumpliera, un gran poder despertaría. Algo que ninguno de los bandos estaba listo para controlar.
Los demonios y los ángeles caídos veían la profecía con una mezcla de burla y temor. Para ellos, la idea de que la unión de un ángel y un elfo oscuro pudiera cambiar el mundo era absurda.
Pero en lo más profundo de sus reinos, sus oráculos susurraban otra cosa. Temían por el poder que podía significar aquella unión.
Se decía que, si la profecía se cumplía, una fuerza más grande que el cielo y el infierno despertaría.
Algunos demonios creían que la unión de luz y sombra traería el fin de todas las razas, pues rompería el delicado equilibrio que mantenía el universo en su estado actual.
Otros, los más ambiciosos, veían esto como una oportunidad.
Si el caos emergía del cumplimiento de la profecía, serían ellos quienes reclamarían el mundo en las cenizas de ángeles y elfos oscuros.
Ningún demonio quería que la profecía ocurriera.
Pero tampoco harían nada por detenerla.
Porque en el caos, siempre hay oportunidad para reinar. Ellos solo disfrutarían del caos que todo eso fuera a generar.
—Mi reina —Habló con su voz rasposa Adriene acariciando la mano de su esposa— No quiero dejarlos solos con el caos que se va a desatar, pero no sé cuánto tiempo más aguante este cuerpo.
—El caos siempre ha estado. —La mujer sonrió con melancolía antes de apoyar su cabeza sobre el hombro del rey— Necesitamos de él, nos hace más sabios y más fuertes.
Adriene sonrió.
Nunca esperó que su vida fuera como terminó, pero el caos había cambiado sus destinos; su esposa sabía muy bien eso.
Sabía que los rumores de su estado estaban circulando por todo Titan; su hijo se encontraba generando alianzas con otros reinos mientras su hija estaba buscando los secretos de los ángeles. Sabía que cuando él no estuviera, una nueva guerra se desataría, pero si su esposa tenía razón, podría evitar el caos que se presagiaba para su gente.
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—Bienvenido, Kael. —Saludó el mago sin levantar la vista del gran libro que ocultaba su figura— ¿Encontraste a quien estaba afuera? ¿Te tomó más tiempo del que esperaba?