Capítulo 5: Ecos en la luz
Durante días, Lyara se movió por Elyndria como un susurro entre paredes de cristal. Bajo su manto encantado y las runas ilusorias, se convirtió en un espectro más en medio de la perfección cegadora de la ciudad celestial.
Cada rincón, cada conversación escuchada a escondidas, cada gesto de los habitantes le decía algo: aquí nada era casual, ni natural, e incluso dudaba si fuera real. Elyndria era una ciudad construida para resistir la imperfección. Una fortaleza disfrazada de santuario.
Y, sin embargo, su belleza era perturbadora.
Las calles parecían cantar al amanecer; columnas de luz se alzaban desde los centros de energía y formaban puentes en el cielo que los ángeles cruzaban con alas extendidas. Pero no había niños jugando. No había mercados bulliciosos. Solo orden. Silencio. Control.
Y secretos…
Lyara lo intuía. Estaban ocultos bajo los templos y detrás de los muros resplandecientes, pero sobre todo en la Capital, esa fortaleza donde solo unos pocos podían entrar y muchos menos lograban salir. Era su deber encontrarlos.
Se había infiltrado durante el ocaso, ayudada por las sombras que se escurrían entre la luz en una pequeña biblioteca, una estructura secundaria del Templo de la Voz Celestial. Allí, entre manuscritos resguardados por guardianes de luz, comenzó a entender algo más profundo.
Los ángeles creían en la pureza como ideal absoluto, pero no por orgullo.
No solamente.
Fue entre los registros más antiguos, escritos en pergaminos de tela de viento y tinta solar, que halló lo que buscaba.
Una historia olvidada, bordeando la mitología, pero tal y como se creía entre los suyos: los mitos no son verdades, pero dan respuesta a preguntas reales, de sucesos reales, lo que hace que sean reales.
Una traición ancestral.
Según los textos, siglos atrás, cuando las lunas gemelas se encontraban más cerca y los mares eran más violentos, antes de que las razas se dividieran, los ángeles caminaban entre los demás pueblos. Se aliaban con elfos, conversaban con druidas, incluso compartían conocimiento con los demonios.
Pero entonces ocurrió el desgarro del nexo.
Un experimento entre las razas para crear un canal de energía común —una convergencia de poder puro que permitiría a todas las especies compartir sabiduría y magia— fracasó catastróficamente. Los detalles eran vagos, pero la explosión mágica mató a miles y dejó cicatrices imborrables en el plano espiritual.
Los ángeles, una especie de gran poder tanto físico como espiritual, nunca habían sufrido un daño tan grande y mucho menos la caída de una cantidad considerable de los suyos; culparon a las razas más débiles por haber corrompido el poder divino con su impureza.
El dolor se había convertido en odio y el odio generó la primera gran guerra que separó a las especies.
Desde ese día, se encerraron en Elyndria y fundaron una doctrina:
“Solo la luz sin mancha puede proteger al mundo de sí mismo.”
Desde entonces, su cultura giraba en torno al aislamiento y la pureza de su sangre. Incluso entre ellos, se practicaba la selección de linajes. Los mestizos fueron ocultados. Los desviados, silenciados.
La pureza era su religión. La mezcla, una abominación.
Lyara sintió un escalofrío. Ahora entendía por qué su presencia allí era más que peligrosa: era un sacrilegio viviente y los ángeles no permitían deshonra.
Lo que Lyara no sabía era que Kael aún la seguía.
No desde la superficie. No de forma evidente. Pero siempre estaba cerca. Una sombra que se deslizaba entre los niveles altos de la ciudad, oculto bajo un manto de exilio.
Desde que la vio frente al Cristal Celestial, algo se había encendido en él. Un eco interno, como si su alma se hubiese cruzado con la de ella en una vida anterior. No podía evitarla. Ni quería.
Y, sin embargo, la duda lo consumía.
¿Qué buscaba realmente ella en Elyndria? ¿Destruir su mundo? ¿O descubrir algo que él mismo se negaba a aceptar?
Kael, en su soledad, había comenzado a cuestionarse. La doctrina de su gente ya no le bastaba. En su exilio había visto la crueldad bajo las alas blancas. Había sido testigo de cómo los impuros eran castigados, cómo los sabios eran silenciados por pensar diferente.
Como cualquiera que osara cuestionar o le naciera el pensar distinto era castigado y eliminado.
Y Lyara… con su fuego silencioso, su determinación, su rabia controlada… ella era la pregunta que no sabía cómo responder. No sabía si era un peligro o, en una cruel ironía, una luz para aquellos que en verdad necesitaban ayuda, porque en el fondo sabía que en el Reino de los Ángeles había muchos de esos.
**
En su quinta noche en Elyndria, Lyara encontró algo inesperado.
Una reunión secreta.
Oculta tras una columna en la cripta de una biblioteca, observó cómo tres ángeles conversaban en voz baja. Uno de ellos llevaba las vestiduras de los Inquisidores, el cuerpo más extremo del Alto Consejo.
—El Cristal ya no responde igual —Decía uno— Se debilita cada ciclo lunar.
—La presencia de la sangre extranjera lo contamina —Respondió el otro— Necesitamos purificar Elyndria. Empezar desde dentro.
—Entonces será necesario reactivar los portales y sellar el plano. —Señaló el inquisidor, haciendo que los ángeles bajaran la cabeza, pero no lo rectificaran.
¿Qué significaba eso?
Lyara anotó mentalmente cada palabra. Los portales eran vestigios antiguos que no solo existían en Titán pero sí eran parte importante de su mundo. Conectaban los reinos más allá de Titán, a mundos perdidos entre los planos. Si los ángeles los activaban y los sellaban, cortarían el flujo de magia entre especies. Aislarían a Elyndria para siempre.
Y con eso, se condenaría a todas las demás razas a la decadencia.
Era más grave de lo que creía.
Pero no se dio cuenta de que, entre las sombras, alguien más también había escuchado.