Capítulo 18: Tras el eco, el paso.
Antes, cualquier viajero que estuviera dispuesto a Viajar al Sur del gran continente podía apreciar desde la lejanía las torres que se alzaban al cielo, brillantes, de colores vibrantes sin dejar de ser armónicos, e incluso algunos rumores decían que los más atentos y virtuosos eran capaces de escuchar los bellos cantos proveniente de sus residentes. Alejados de la tierra pero ejerciendo soberanía en esta.
Eso era Elyndra.
Una bella postal donde no cualquiera tenía acceso, pero sobre todo era la imagen que rompía con la zona cubierta de hielo, bosques peligrosos y los territorios marcados por la guerra.
Ahora Elyndra había caído y con ella toda esa magia que alguna vez fingió hacia Titan.
El tenso silencio no era ausencia de sonido.
Era una sinfonía muda de memorias, de lo que fue y ya no será.
Después de la caída de Elyndran, el aire aún parecía vibrar con los últimos ecos de la guerra. En los valles cercanos, los vientos del norte descendían en remolinos de escarcha tibia, arrastrando consigo partículas de polvo de piedra de imán, fragmentos de torres, restos de alas doradas y runas quebradas.
Las plataformas flotantes ya no brillaban. Suspendidas a duras penas, se balanceaban como hojas rotas en el agua, intentando no hundirse pero sin escapatoria La energía del flujo aún temblaba en el corazón del lugar, pero ya no latía como fuerza de dominio; ahora era un latido de advertencia, de humildad.
Elyndran había sido más que una ciudad: había sido símbolo, promesa y prisión. Su caída no había traído aplausos ni celebración. Solo miradas bajas, manos temblorosas, preguntas sin respuesta.
Los refugiados se dispersaban entre las grietas del mundo. Algunos levantaban tiendas improvisadas entre las ruinas, otros descendían en busca de pasajes ocultos hacia regiones menos marcadas por la guerra. No todos querían volver a los suyos. No todos recordaban de dónde venían.
Había rostros jóvenes que nunca habían conocido otra cosa que no fuera el conflicto.
Había cuerpos que aún no habían sido reclamados por la tierra.
Y en medio de esa tierra incierta, Ryder Notchélis, nuevo líder de los Elfos oscuros del Sur, caminaba entre los escombros con la mirada firme y el peso de una generación sobre los hombros.
Ryder caminaba sin armadura, sin estandarte. Solo una capa oscura y las insignias de su linaje grabadas en cuero sobre el pecho. Su espada descansaba en su espalda, sin necesidad de ser desenfundada. No era tiempo de batalla, sino de reconciliación.
—Rompan los estandartes olvidados y que marquen una diferencia de estatus. —Ordenó en voz baja a su grupo más cercano. — Ningún símbolo más sobre este suelo, esa división sólo ha traído desgracia. Que quede solo lo que seamos capaces de reconstruir juntos.
Los suyos asintieron. Guerreros, sanadores, comerciantes y magos oscuros se dispersaron por los campamentos. Junto a ellos caminaban también antiguos enemigos: druidas, ángeles sin alas, humanos errantes, un par de hadas que se habían quedado a ayudar por voluntad propia.
Ryder, desde su llegada, había rechazado títulos y exigido respeto desde la acción. Fue él quien ayudó a cargar los cuerpos. Él fue quien ofreció agua a las madres con hijos hambrientos. Él escuchó sin interrumpir cuando los ancianos lo acusaron de ser “uno más” de los que habían permitido la guerra.
—No vine a gobernarlos —Respondió en una de esas reuniones tensas, manteniendo un tono seguro pero conciliador. — Vine a quedarme hasta que todos podamos partir sin arrastrar cadenas.
Día a día, había ayudado a desmontar las torres caídas. Había mandado a quitar los símbolos de pureza de los templos angelicales, borrando las inscripciones que diferenciaban “sangre divina” de “sangre impura”.
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No para humillar.
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No, porque su pensamiento fuera mejor o el correcto.
Sino para recordar que ningún muro debía volver a levantarse sobre esa idea.
Las cenizas aún estaban calientes cuando se reunió con los líderes de clanes menores, sobrevivientes del conflicto, padres y madres de familias armadas durante el conflicto, muchos de ellos desconfiados, rotos o simplemente sin esperanza.
Ryder no les prometió paz, porque sabía que sería hipócrita.
Les prometió trabajo, cuyo sentido les diera libertad.
—No podemos cambiar lo que se hizo. —Dijo una noche frente al fuego. — Pero podemos construir un mundo que no lo repita
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Hubo silencio.
El dolor se reflejaba en aquellas miradas, muchos de ellos solo habían conocido la guerra, la destrucción de sus tierras y la incertidumbre de sus propias vidas.
Y luego, uno a uno, comenzaron a asentir.
Esa misma noche, por primera vez desde la caída, los cantos no fueron de dolor, sino de historias compartidas. Los niños jugaron entre antorchas, y las lunas se alzaron sobre los campos como testigos silenciosos de que algo, muy lentamente, comenzaba a sanar.
Elyndra ya no existía, al menos no esa imagen bella y perfecta que de lejos se podía apreciar. Una nueva Elyndra se alzaba, desde el suelo con gente rota, pero dispuesta a intentarlo una vez más.
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El viaje al norte no era fácil no corto, su primer destino estaba a unos pocos días, pero el siguiente le tomaría más tiempo.
Al segundo amanecer después de la expedición al Reino de Hielo, Lyara había partido con Lys, cruzando los antiguos senderos que conectaban Elyndran contanto con una cantidad de runas, sus armas y un pequeño equipaje cada una. El paso era escarpado y poco transitado, cubierto por nieve suave que ocultaba ruinas más antiguas aún que la guerra reciente.
Cada lugar que pisaban contaba una historia.
Aldeas enteras, abandonadas. Casas cubiertas de escarcha donde los fantasmas parecían susurrar nombres olvidados. Bosques ennegrecidos por fuego celestial, donde los árboles habían crecido torcidos y llenos de cicatrices, como si recordaran los rayos de juicio que alguna vez los azotaron.