Capítulo 20: El juicio de los vivos
El aire era denso y la neblina no dejaba ver más de unos pocos pasos adelante de cada uno, mientras a lo lejos se escuchaba como las olas rompían con ferocidad contra el roquerio.
Allí, donde las montañas del norte se unían con las planicies fracturadas por el flujo y acariciaban las costas del mar Blutrot se levantaba el antiguo Anfiteatro de Zhaern, construido cuando Titan aún recordaba la Primera Gran Guerra. No era un salón hecho para la belleza ni para la gloria, sino para el peso de las decisiones: un círculo abierto, tallado en piedra de imán y reforzado con raíces cristalizadas que descendían desde las montañas como dedos colosales.
El suelo, cubierto de grietas que brillaban con un tenue azul, recordaba a todos los presentes que debajo de ellos fluía la misma energía que había destruido y salvado reinos enteros.
Allí habían acudido los sobrevivientes.
Clanes élficos menores con sus estandartes raídos, al igual que representante inferiores de los grandes Clanes. Mercaderes Ifrit con grandes cuernos que salían de sus cabezas y de túnicas apagadas, marcados por años de hambruna aunque sus tamaños no coincidían con su vestimenta. Druidas cubiertos de corteza y ceniza, con el fuego de los bosques talados en sus ojos. Ángeles exiliados, algunos sin alas, otros con las plumas ennegrecidas por su propia vergüenza. Hadas errantes, enanos de las cavernas, minotauros del este, demonios. Todos tenían algo en común: habían perdido, habían sufrido, y ahora exigían respuestas.
Aunque ninguno se veía claramente, sus características particulares y los estandartes que representaban eran innegables.
Y en el centro, sobre la piedra marcada por generaciones de juicios, estaban Lyara y Lys. Dos jóvenes que jamás habían pensado estar frente a tantos rostros, cargando sobre sí no solo la memoria de sus familias, sino el peso de dos mundos.
Ambas con un objeto representativo a sus líderes caídos frente a ellas, el estandarte de la pureza de los ángeles y la capa de noche de los Elfos oscuros.
A su lado, con el gesto imperturbable, se erguía Brouke, quien había aparecido dentro de un sello al amanecer.
El mago no llevaba armadura ni símbolo alguno, ni siquiera llevaba una de sus mejores capas, llevaba la misma que había ocupado durante la caída de Elyndria: llena de polvo, raída y sangre seca. Era el negociador, aunque nadie parecía confiado en su papel por lo joven, todos le mantenían respeto por las historias que ya cruzaban sus tierras.
Y cerrando el círculo, como sombra y guardián imparcial, estaba Phastheur. El mago anciano, encorvado, con sus ojos blancos que no veían la materia sino el tiempo, se erguía con un báculo de raíces y cristal. Era el moderador. No dictaría sentencia, pero guiaría las voces hacia una decisión.
El murmullo se apagó cuando él levantó la mano.
—El juicio comienza. —Su voz no era fuerte, pero resonaba con un eco que parecía atravesar las piedras mismas. — No se trata de venganza, ni de coronas. Se trata de escuchar. De recordar. Y de decidir si hay futuro después de esta guerra.
El silencio fue absoluto.
—Esto puede ser doloroso. —Advirtió Brouke con pesar. — Zhaern se caracteriza por ser empático, sentirán en carne propia el dolor de los representantes, pero ellos también sentirán la veracidad de sus corazones.
Ambas asintieron, era el momento.
Fue un mercader Ifrit quien habló primero. Su túnica estaba gastada, y su barba mal cortada, hablaba de meses de huida.
—¡Mi pueblo llevaba grano, hierro y medicinas a Elyndran! ¡Aunque sabíamos que no éramos bien recibidos, era necesario y era una economía constante, con la que los míos podían sobrevivir! —Gritó, señalando a las dos jóvenes en el centro. — ¿Y qué recibimos? Precios impuestos, rutas cerradas, caravanas destruidas por ángeles que nos llamaban “impuros”. Y cuando la ciudad cayó, nuestros hijos quedaron enterrados en sus ruinas. ¿Quién nos devolverá lo perdido?
Murmullos de aprobación recorrieron las gradas.
Una druida de cabellos como musgo se levantó, su piel cubierta de grietas que parecían corteza.
—Los bosques sagrados ardieron por las lanzas de luz. Los ríos fueron desviados para dar de beber a sus torres. Nos llamaron salvajes, cuando éramos guardianes de Titan mucho antes que ellos. ¿Qué dirán ahora los herederos de esa arrogancia?¿Creen que estás muertes pueden hacer que recuperemos nuestras tierras, nuestro mundo?
Un ángel exiliado avanzó entonces, sin alas, con la espalda marcada por quemaduras donde alguna vez habían brotado.
—¿Y nosotros? Éramos sus hermanos, hasta que Tervhael nos llamó traidores por no obedecer. Nos arrancaron las alas, nos lanzaron a las sombras. No somos culpables de Elyndran, pero ahora todos nos odian por lo que otros hicieron. ¿Creen que pueden hacer algo?
Cada voz era un filo.
Cada palabra, una acusación.
Y Lyara y Lys permanecían en silencio, sintiendo cómo el peso de Titan entero se alzaba contra ellas. Ambas solo escuchaban con la frente en alto y los ojos llenos de lágrimas, pero no eran lágrimas de vergüenza, estaban llenas de rabia, de tristeza y del dolor vivido por cada uno de esos seres.
El dolor de las alas arrancadas, la pena y locura al perder la familia, la impotencia de la injusticia. Eran emociones y sensaciones que sentían quemando su piel.
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Esa era la desgracia de la guerra.
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De su guerra.
Fueron muchas voces, muchas historias, muchas dudas pero sobre todo mucho dolor. Cuando la última voz cayó, Lyz y Lyara sentían haber vivido la guerra una y mil veces.
Phastheur asintió, era su turno.
Lyara respiró hondo. Recordó cuando aceptó la misión de ir a Elyndria para buscar la forma de ganar la guerra, aunque sus acciones evitaron que el flujo se detuviera sabía que esas no habían sido sus intenciones, ella había sido parte de todo aquel caos y dolor que afectaba a los demás. Siempre todos se justificaban por un bien mayor, por lo que alguien dijo que era lo correcto, qué el otro era el equivocado pero… aquel costo.