El Kairós de las primeras veces

Una promesa...

Encontrarse frente a frente a aquella casa de madera abrazada por la naturaleza, le daría la paz que tal vez necesitaba y que tanto buscaba.

Recordaba haber salido a caminar para pensar o hacer aquello que hacen las personas en búsqueda de respuestas, pero nunca esperó que sus pasos la guiaran a aquel destino.

Tenía preguntas sin resolver y respuestas a aquellas que aún no tenía.

Su banca favorita de madera blanca seguía allí, tal vez menos limpia y menos cuidada, pero verla de nuevo había hecho que su corazón diera un brinco y cientos de recuerdos regresaran al presente.

Aún seguía a la sombra de aquella gran jacaranda. Cubierta de pequeñas flores violetas, le recordó la primera vez que la había visto florecer después de mudarse.

Sabía que florecía dos veces al año, y ahora, llegado el otoño, la veía tan bella, radiante y luchando por vivir.

Preparada para el cambio.

Para seguir.

Le provocó una cálida sonrisa verla comenzar a tornarse de aquel color tan esperanzador.

A través de suspiros se encaminó a aquella banca en la que se dispuso a descansar después del largo camino recorrido.

Una brisa la cubrió con una lluvia de flores moradas y sacudir los restos la hizo sonreír. ¡Dios, cuánto amaba estar allí!

Desde ese lugar podía contemplar aquella casa de campo, construida desde cero por Mateo.

¿Era posible tanta dedicación por ella?

Esa casa había sido su regalo de bodas.

Su sueño desde pequeña se había cumplido.

Una casa en medio del campo, hecha de madera y grandes ventanales, con un gran porche hacia el horizonte donde los atardeceres se perdieran entre risas, besos, abrazos y largos silencios de consuelo.

Todo aquello que hiciera terminar sus días con una muestra de que en esa casa había la posibilidad de ser feliz, a pesar de todo. Que era un refugio. Un hogar.

Soñaba también con un gran jardín lleno de flores exquisitas, que llenaran su vista de colores desde las primeras horas del día y llenaran sus sentidos de fragancias al anochecer; sin embargo, Mateo le había podido regalar, con trabajo propio y lleno de amor, solo un bello jardín de flores silvestre en el que decía que podía ver su propia alma: libre, natural y preciosa desde cualquier lugar que se atreviera a mirar.

Ese era uno de sus rincones favoritos, le gustaba recostarse en el pasto fresco y sentirse rodeada de margaritas, amapolas, gerberas y lirios.

Lo amaba.

Y es que hasta el más mínimo detalle había hecho que contara, él se había esforzado por cumplirlo, como su sueño de aquella banca en la que esperaba que se sentaran juntos algún día, entrelazaran sus manos llenas de arrugas y hablaran sobre cuánto se habían amado y que, a pesar de los años, lo seguían haciendo.

Verlo ahora más silvestre que nunca le hacía amarlo aún más. Hacía volver a latir su corazón.

Desde aquella banca contemplaba su sueño vuelto realidad.

Cada paso que la había devuelto allí valía cada latido.

Cada agonía.

Cada cansancio.

Sentía que debía estar allí.

Que siempre sería el lugar correcto.

Se abrazó a sí misma, sintiendo la brisa del triste otoño haciéndola suspirar y cerrar sus ojos en señal de nostalgia, de amor y de aceptación.

Cuando escuchó su voz sintió el calor en su alma.

 

¡Aquí estás! –  dijo la voz llena de alivio, como si haberla encontrado controlara su desesperado corazón.

 

Al abrir sus ojos se encontró con aquella mirada tan cautiva.

Una mirada color miel, tan alegre que nada podía apagarla.

Sintió la misma corriente que aquella vez cuando lo conoció, de manera inoportuna, en aquel pequeño accidente cuando su bicicleta fue golpeada por su auto al salir de casa.

Había aparcado a toda prisa para poder ayudarlo y darse cuenta que, por el golpe, le había lastimado una pierna.

Juraba que estaba a punto de darle un estrepitoso diálogo acerca de la utilidad de los ojos, cuando fue directamente hacia ellos a los que les prestó toda su atención.

Y había quedado cautivada.

Y esa sonrisa.

Esa sonrisa que la había desviado de su plan inicial y que la había impulsado a quedarse con él, a llevarlo al hospital y ayudarlo en lo que pudiera.

Incontables veces le había pedido perdón e incansablemente él le había hecho saber que, si hubiese tenido la suerte de encontrarla antes, de esta u otra forma, habría utilizado más seguido la vieja bicicleta de su padre para poder permitirle golpearlo.



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En el texto hay: primeras veces, romance, relatos cortos

Editado: 16.10.2021

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