El agua tibia llenaba lentamente la tina mientras Alexandra se abrazaba a sí misma, temblando no por el frío, sino por la avalancha de emociones que la arrastraban hacia un abismo desconocido. Había despertado con el corazón acelerado y la mente nublada por el sueño. Pero ahora sabía que no había sido solo un sueño. La conversación con Asterión, la revelación de su identidad como Anfisa, y la verdad sobre el sacrificio compartido volvían a ella con una claridad que dolía.
Se sumergió en el agua como si buscara apagar el incendio dentro de su pecho. Las preguntas golpeaban su mente con una fuerza implacable:
¿Cómo podrían estar juntos si él solo existía en sus sueños?
¿Qué sentido tenía este amor imposible si no había forma de unir sus mundos?
El tiempo se desdibujó. Alexandra permaneció en la tina hasta que los golpes en la puerta la devolvieron a la realidad.
—¡Alexandra! ¿Estás ahí? —Era Amanda, acompañada por Jimena.
Respiró hondo, obligándose a recomponerse. Se envolvió en una toalla y abrió apenas la puerta.
—¿Qué pasa? —intentó sonar despreocupada.
—Te hemos estado buscando, no bajaste al desayunar —replicó Jimena, mirándola con preocupación—. ¿Estás bien? Pareces… descompuesta.
—Ah… anoche… —Alexandra improvisó—. Me traje una botella de champán a la habitación y, bueno, me pasé de copas. No suelo beber mucho.
—¡Alex! —Amanda rió, aunque sus ojos seguían examinándola—. Bueno, al menos prepárate rápido. Queremos aprovechar el último día para hacer compras antes del vuelo. Te esperamos en el comedor.
Asintió con una sonrisa forzada, cerró la puerta y se dejó caer contra ella. Disimular. Fingir normalidad. Era lo único que podía hacer.
Cuando finalmente salió de su habitación, sus pasos la llevaron a la recepción.
—¿Podría decirme dónde está Andara, la guía? —preguntó al encargado, con una esperanza apenas contenida, era la única que podía darle una respuesta.
El hombre frunció el ceño. —Lo siento, señorita, pero no tenemos a nadie con ese nombre trabajando aquí.
—Debe haber un error… —trató de describirla, pero el encargado negó con la cabeza.
—Estoy seguro, señorita.
Alexandra retrocedió lentamente, sintiendo que su mundo volvía a tambalearse. ¿Y si todo había sido producto de su imaginación?
En el pasillo se cruzó con Amanda y Jimena, quienes la arrastraron al comedor. No podía decirles nada; pensarían que había perdido la razón.
El resto del día transcurrió en una niebla de desconexión. Alexandra las acompañó a las tiendas, pero nada tenía sentido para ella. Cuando llegó el momento de partir, sentía que dejaba algo vital atrás.
En el avión, las luces de Grecia se desvanecieron bajo las nubes, y Alexandra cerró los ojos con lágrimas silenciosas. Tal vez todo fue una epifanía, una ilusión creada por su mente. Tal vez necesitaba ayuda para superar esta locura.
Meses después
Era una fría mañana de invierno. Las calles estaban desiertas, y la plaza aún estaba envuelta en penumbra. Alexandra caminaba lentamente camino a su trabajo, arropada en un abrigo grueso. A su alrededor, los árboles desnudos extendían sus ramas como sombras fantasmales. El aire olía a tierra húmeda y hojas secas, mientras las farolas proyectaban un brillo débil sobre los bancos solitarios y el sendero de grava.
De pronto, una voz masculina rompió el silencio.
—Άνθος (Anfisa)…
Se detuvo en seco. La palabra, familiar y devastadora, resonó en su mente como un eco de vidas pasadas. Giró rápidamente, buscando el origen de la voz.
Al otro lado de la plaza, bajo la luz tenue de una farola, estaba él. Su figura parecía irreal, envuelta en un aura que no podía ser natural. Su mirada intensa y reconocible la atravesó como una flecha.
—Asterión… —susurró ella, sintiendo cómo el abismo entre sus mundos se desmoronaba por un instante eterno.
El frío desapareció. La realidad quedó suspendida.
Y entonces, él dio un paso hacia ella.
FIN