
Bajo la piel de la bruja

Sin importar la especie, la raza ni el origen. Todos en este mundo —desde los más etéreos hasta los más corrompidos por la carne— son un acertijo que, incluso después de siglos observándolos, jamás he logrado descifrar del todo.
Temen lo desconocido, sí... pero tiemblan aún más ante lo que conocen y saben que, inevitablemente, vendrá: la muerte, la pérdida, la verdad.
Son contradictorios, inestables… absurdamente predecibles. Y, a veces, insoportablemente aburridos.
Mis pensamientos cobraron realidad aquella noche, cuando la taberna «El Silbido del Cuervo» rebosaba vida decadente. El aire, espeso y viciado, estaba cargado de humo, sudor y el agrio aroma de vino derramado. Las voces se mezclaban en un murmullo áspero, un coro desentonado que se colaba por cada rendija. No era un lugar para los puros, ni para los limpios, ni para los santos. Precisamente por eso... era el escondite perfecto para una bruja.
Me mantuve en mi rincón habitual, la espalda encorvada bajo harapos que caían como sombras. El bastón, de madera negra y nudos antiguos, reposaba junto a mi silla, como un perro viejo que vigilaba.
Podía parecer una anciana más, una de esas que cambian migajas de destino por unas monedas… pero mis ojos, tan nítidos como siempre, seguían viendo lo que otros no podían: la verdad que se esconde en lo más profundo.
Para ellos, no era más que una vieja que leía la suerte.
Qué adorables.
—Son tres monedas de cobre —dije con voz firme, mirando al hombre robusto sentado frente a mí.
Olía a sangre seca y hierro oxidado. Su piel era un mapa de cicatrices y, en sus ojos... solo había miedo.
—¿Estás diciendo que moriré?! —rugió, su voz resonando como un trueno en la taberna. Era un rugido desesperado, un intento inútil de controlar el pánico que ya se había apoderado de él.
—Sí, eso fue lo que dije —respondí sin titubear.
El sudor le resbalaba por las sienes y goteaba sobre la madera. Su respiración, áspera y entrecortada, llenaba el silencio que se había abierto entre nosotros.
—¡¿Cómo moriré?! ¿Qué puede salvarme? ¡¿Qué debo hacer?! —preguntó, su voz ahora quebrada por el pánico.
—Nada te salvará —sentencié, con la calma de quien ya ha visto ese final—. Cuando la muerte se sienta a tu mesa… no se levanta hasta que te lleva.
Su mirada se nubló y sus manos, gruesas y curtidas, temblaron mientras intentaba asimilar lo inevitable.
—Entonces… simplemente moriré —murmuró, casi para sí mismo.
—Todos lo haremos —respondí, con la paciencia de quien ya ha enterrado demasiados cuerpos—. Solo que algunos, antes que otros.
Me observó con una mezcla de furia y desesperación. Conocía bien esa mirada: incredulidad y rechazo, el último intento de aferrarse a una esperanza que no existe. La mayoría reaccionaba así. Pocos aceptaban su destino con dignidad…
—¡Maldita vieja mentirosa! —bramó, incorporándose con una violencia que hizo crujir la silla.
La mesa salió volando con un manotazo, golpeando contra el suelo de madera con un estruendo seco que silenció a la taberna entera.
Dio un paso hacia mí, pero dos hombres lo sujetaron por los brazos. La taberna se sumió en un silencio incómodo mientras todos observaban la escena con curiosidad y desdén.
—Ya he visto tu futuro. Así que entrégame las dos monedas de cobre que prometiste.
El hombre dejó de forcejear y miró a sus amigos con furia disimulada. Uno de ellos habló, intentando razonar con él.
—¡Vamos, hombre! ¿Vas a creerle a una vieja harapienta que finge adivinar el futuro para sacarte unas monedas?
Pero el hombre no escuchó. Se apartó abruptamente de sus amigos, sacudiéndose la ropa y luego me miró fijamente. El miedo le hervía por dentro, pero lo disimuló con desprecio.
—Vieja asquerosa —escupió—. Busca a otro imbécil al que estafar.
Sonreí apenas, con la dulzura ácida de quien prueba una fruta podrida por puro gusto.
No era la primera vez que me llamaban mentirosa y no sería la última.
—Que no escuches lo que esperas no me hace mentirosa —repliqué—. Pero, si quieres, puedo mentirte… eso suele dar consuelo a los débiles.
Dio un paso más, los puños como piedras. Entonces, la mujer tras la barra se movió, rodeando esta con una firmeza que no ocultaba cierta prisa incómoda.
—Ya basta —ordenó, empujándome con brusquedad—. Fuera.
Apoyé el peso sobre mi bastón y, antes de que pudiera alejarme del todo, me incliné lo suficiente para que mis palabras cayeran directas a sus oídos.
—Te diré algo más, y será gratis... —musité—: El causante de tu muerte está junto a ti.
El hombre giró la cabeza lentamente hacia sus amigos, y en sus ojos apareció la chispa envenenada de la sospecha. Los músculos de sus brazos se tensaron, y un nudo invisible apretó la taberna entera.