El Lado Hermoso De La Bestia

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La Maldición del primer encuentro

Estaba en los límites de los bosques que abrazaban la capital carmesí, con Calenor a mi lado, observándome con una mirada que parecía tener el poder de juzgar a los demás. Su cinismo era evidente, especialmente porque era repulsivo verla con sus harapos y sus alas membranosas, de las cuales la mitad de una parecía haber sido quemada.

—¿Tanto te cuesta ser un poco menos… terrorífica? Te dije que te ataviaras con elegancia.

—¿Acaso no es esto digno de una bruja? —repliqué, extendiendo los brazos para que pudiera observarme mejor.

Mi vestido era negro como un cielo sin luna, amplio y fluido, con mangas largas que ocultaban las runas marcadas en mi piel. La falda, desgarrada y deshilachada, parecía haber sobrevivido a una batalla. El manto cubría mi cabeza y hombros, áspero y gastado como si hubiera recorrido mil senderos bajo la lluvia. Un corsé oscuro ceñía mi cintura, lo bastante ajustado para mantener escondida la daga que descansaba contra mi espalda.

—No parece que te hayas esforzado —dijo, arrastrando la voz con desdén.

—Me vestí en honor al Lobo Supremo, ¿Qué mejor tributo para un depredador que las ropas de una cazadora?

—Si es que llega a verte —su burla fue notoria—. Estoy ansioso por ver cómo una bruja vestida de mendiga logra pasar desapercibida en el reino… sin tu truco de anciana.

—Él no dejará que nada le ocurra a su alma gemela.

—Qué confiada.

—Tengo motivos para estarlo.

El cielo, hasta entonces cubierto, se abrió de golpe. La luna llena emergió, fría y despiadada, tiñendo la niebla de plata. Los ojos de Calenor se fijaron en mi cuello, donde colgaba una cadena de plata ennegrecida, con un dije de luna quebrada.

—Qué collar tan interesante.

Su atrevida curiosidad la llevó a extender la mano para tocarlo, pero tan pronto como sus dedos rozaron el amuleto, un humo grisáceo brotó de inmediato, como si la plata misma exhalara veneno.

Calenor gritó, retrocediendo, mirando sus dedos humeantes con ojos llenos de horror.

—¿Qué fue eso? —Su voz llevaba un temblor que no intentó ocultar.

—Un recordatorio —dije, fría como el invierno—. Para que nunca más te atrevas a tocar lo que pertenece a una bruja.

Levanté la capucha y me interné en el bosque. Mi destino: el corazón del reino, donde el Alfa Supremo y su séquito de bestias se reunirían en una celebración “diplomática” ofrecida por los vampiros. La clase de evento donde las alianzas se sellaban con sonrisas… y cuchillos.

Era tan típico de ellos celebrar el equilibrio que sus perros mantenían en el reino, como si fueran los verdaderos guardianes de la paz.

—Tú, brillito del bosque —dije sin mirar atrás—, ¿por cuánto tiempo más planeas seguirme?

—Te advertí que me quedaría en las sombras para observarte… —respondió ella desde algún lugar entre los árboles.

La capa podía parecer pesada, pero no frenaba mi velocidad. Lo alcancé sin esfuerzo, y antes de que reaccionara, mis dedos ya estaban cerrados en torno a su cuello. Mis uñas se clavaron en su piel, levantándola como si fuera un muñeco de trapo. Su cuerpo era ligero; las hadas siempre lo eran. Frágiles como niños eternos, con mentes podridas por siglos de resentimiento.

Aunque sus ojos carecían de vida verdadera, pude percibir un destello de miedo en ellos. El miedo no necesita gritar para ser sentido. A veces, basta con el temblor de una vena o el jadeo sutil de un pecho que olvida respirar.

—¿Por qué te parezco tan divertida?

Lo mantuve suspendida, escuchando el latido frenético bajo mis dedos.

—¿Por qué no me respondes? —susurré con una sonrisa sin dientes—. Oh… claro, no puedes responderme. No mientras esta bruja divertida apriete tan fuerte.

La lancé contra un tronco con un golpe seco que quebró el silencio del bosque, como una campana de advertencia. Antes de que pudiera recuperar el aire, mi pie ya estaba sobre su pecho, apenas presionando… lo suficiente para disfrutar del jadeo entrecortado que escapaba de sus labios. Sus manos frágiles intentaron apartarme, pero no tuvieron fuerza. Solo rabia. Y la rabia no mueve montañas; solo quema al que la sostiene.

—No me sorprende que ese lobo acabe con ustedes con facilidad. Lo único grande y fuerte que tienen es su odio.

—Maldita bruja —escupió entre dientes.

Sus insultos no me herían; me alimentaban. Cada palabra envenenada era un tributo involuntario a lo que representaba: poder que temían, caos que no podían controlar, la verdad que enterraban bajo sus rituales de falsa luz.

—Calenor —mi voz bajó, suave como un roce de sombra—. Que haya tolerado tus insolencias hasta ahora no significa que te tema, ni que sea tu subordinada. Soy yo quien hace esto porque lo quiere. No porque tú ni tus brillitos del bosque me dominen. Al contrario. Sois vosotros quienes os arrastráis bajo mi sombra sin percatarse de eso.




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