
Un lobo bajo la luna es ley

En el corazón del bosque, donde la luz del sol apenas se atreve a filtrarse a través del espeso dosel de hojas, se alzaba una colina majestuosa, cubierta de musgo y enredaderas. Esa cima, conocida como la Cumbre del Lobo, era un lugar sagrado para cada alfa que había guiado a la manada de la Guardia Oscura.
Era el punto más alto del bosque, desde donde se contemplaba la vasta extensión de árboles que se perdían en la distancia. Allí se escuchaban los susurros del bosque: el murmullo del viento entre las ramas, el canto lejano de las criaturas nocturnas y el crujir de las hojas. A mis pies, el bosque se desplegaba como un océano de sombras y luces, donde cada rincón guardaba secretos antiguos.
El reflejo de la luna sobre el lago convertía el agua en una superficie negra y espesa que me relajaba e hipnotizaba. Alrededor del lago, la hierba crecía alta y densa, salpicada de flores nocturnas que irradiaban un tenue resplandor.
Era mi refugio, el único sitio donde podía despejar la mente.
Allí encontraba paz, aunque solo fuera por instantes, tras noches enteras marcadas por un mismo sueño. Era una visión que me perseguía con la obstinación de un depredador. En ella, una figura cubierta con un vestido pesado, como si hubiese soportado siglos de desgaste, aparecía ante mí. Su capucha ocultaba el rostro, dejando visible solo una mano extendida, invitándome a acercarme. Una llamada imposible de ignorar.
Cada vez que me aproximaba, la figura abría los brazos y se precipitaba hacia un abismo invisible, desvaneciéndose sin dejar rastro. La sensación que me embargaba al verla desaparecer era como una garra cerrándose en torno a mi pecho: agonía pura, asfixiante y aterradora. Despertaba empapado en sudor y con la respiración descontrolada, siempre con la misma pregunta resonando en mi mente: ¿qué es lo que quieres?
Llegué a temer al sueño tanto como temía perderme en la oscuridad que parecía devorarme desde dentro. Evitaba dormir, pero el cansancio siempre me vencía. Solo aquí, en la Cumbre del Lobo, hallaba un respiro, aunque efímero.
Mientras observaba mis manos y el vasto bosque que se extendía ante mí, me preguntaba si era lo bastante fuerte para mantener la paz que había reinado entre nosotros. Cada batalla terminaba en victoria; nada me detenía. Mi instinto era agudo, mi fuerza inquebrantable, y mi lobo interior clamaba por sangre y poder. Pero bastaba cerrar los ojos y enfrentar ese sueño para sentirme vulnerable, como si todo mi poder no fuera más que un espejismo cruel.
¿Qué alfa poderoso teme cerrar los ojos?
El pensamiento me atormentaba mientras exhalaba con brusquedad y hacía crujir mi cuello para liberar la tensión acumulada. Decidí regresar a mi manada, a mi lugar de pertenencia. Mis pasos eran firmes, pero silenciosos; el bosque se abría ante mí como si reconociera mi presencia.
No faltaba mucho para llegar cuando percibí la presencia de Fenric acercándose. Su andar era tranquilo pero seguro, un reflejo perfecto de su naturaleza calculadora. Su voz tenía la misma cadencia: serena, pero mortal cuando lo deseaba. Fenric era más que un miembro de la manada; era mi sombra y mi desafío constante.
—Alfa Supremo… —Inclinó la cabeza—. Pensé que tendría que formar un batallón para ir a buscarte.
—Dejé claro que no quería ser molestado.
—Lo entendí, pero no imaginé que necesitaras estar alejado tres días. La manada empieza a murmurar.
—¿Acaso hay algo urgente que requiera mi atención?
Fenric soltó un leve suspiro, uno que parecía contener mil palabras no dichas.
—Sabes que todo aquí requiere de tu atención. La manada, tu madre y… —Hizo una pausa intencionada.
—No lo menciones —gruñí, apretando los dientes.
—Y tus deberes como Alfa —prosiguió, ignorando mi advertencia con la calma que lo caracterizaba.
—Cumplo con mis deberes, ¿tienes alguna duda sobre eso?
—Si es así, no te costará cumplir con tu cometido y escuchar con sabiduría a una anciana que nunca se ha equivocado.
La anciana sabia de la manada. Una mujer cuya presencia parecía estar tejida con los hilos del destino mismo. Fue un error confiarle mis sueños, una profecía imposible de ignorar. Sus palabras habían sido claras: estaba por conocer a mi pareja destinada. Mi llama gemela. Mi otra mitad. Esa mitad que prometía liberar a mi lobo de lo que ella llamaba mi “jaula interior”.
Pero no lo deseaba.
La idea de encontrar a alguien que “completara” mi existencia me parecía, en este punto de mi vida, no solo innecesaria… sino absurda.
Ya era suficiente con cargar el peso de liderar una manada que me observaba con devoción y temor a partes iguales. Bastaba con sostener la paz entre reinos que se odiaban en silencio y caminar sobre la cuerda floja del deber. ¿Y ahora también se esperaba de mí que protegiera a alguien por encima de todo eso? ¿Alguien que, si llegaba a perderla, perdería una parte de mí para siempre?
El amor, para alguien como yo, no era un regalo. Era una debilidad. Una grieta que amenazaba con volverse un abismo.