El Lado Hermoso De La Bestia

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Los colmillos expuestos y el alma en llamas.

Y aunque quise que el día fuera eterno, la noche llegó, trayendo consigo la reunión con los vampiros. Había visto al rey antes, siempre desde la sombra de mi padre. Nunca como ahora, en mi papel de Alfa Supremo, con mi manada y el peso de mi título sobre los hombros.

Me vestí como quien se prepara para la guerra. No solo para imponer respeto, sino para recordarles quién y qué era. El cuero negro de la chaqueta, curtido con aceites que lo hacían brillar apenas bajo la luz, estaba adornado con bordes sutiles que evocaban garras y colmillos. El cuello alto y las mangas largas no eran solo un adorno: eran una armadura. Un lobo no se presentaba desarmado, ni siquiera en un banquete. Todo en mi atuendo respiraba disciplina militar. Y eso éramos, al final: la espada y el escudo del reino. Nadie lo admitía, pero nuestras garras eran las que mantenían la paz.

Al abrir la puerta, Zander me esperaba en el pasillo. Su sonrisa torva fue como una piedra en el zapato: familiar, inevitable, molesta.

—Por todos los cielos… —su mirada me recorrió con una lentitud exagerada—. ¿Es porque eres el Alfa Supremo que todo te sienta tan bien? ¿O es que tu cuerpo se niega a aceptar la fealdad?

—¿Por qué siempre tienes algo cada vez más inútil que decir? —repliqué, sin bajar el paso hacia las escaleras.

Él siguió riendo, mientras caminaba a mi lado

—Porque si no lo hiciera, esa cara de querer degollar a medio mundo sería insoportable.

—Es exactamente lo que quiero hacer.

—Pues no lo hagas —susurró con una risa baja—. Recuerda lo que dice Thyrius…

—Es lo correcto por motivos políticos y es beneficioso para la manada —interrumpió una voz fría y clara.

Thyrius apareció al final del pasillo, impecable como siempre. Su traje era idéntico al nuestro, pero en él parecía una coraza de nobleza antigua. Su sola presencia era una reprimenda.

Nos dirigimos juntos al centro de la ciudad. Allí, el resto de la manada ya ocupaba largas mesas de madera oscura. Brindaban con jarras pesadas, golpeaban las copas con fuerza, reían con carcajadas roncas que se mezclaban con gruñidos bajos. El sonido era crudo, vivo, real. Nuestro sonido.

En contraste, la mesa de los vampiros parecía una pintura congelada: movimientos precisos, copas de cristal llenas de vino oscuro que giraban lentamente, bocas que apenas rozaban el líquido. Todo en ellos era medido, calculado, como si la mínima imperfección pudiera romper la delicada fachada de eternidad que mostraban.

Y más allá… las faes. Sentadas como estatuas talladas en mármol pálido, con rostros demasiado perfectos para ser humanos y miradas que no se molestaban en ocultar su desdén. No bebían. No sonreían. Solo observaban. Como depredadores en reposo, esperando el momento de saltar.

Fue cuando el rey llegó que todos se levantaron. Su presencia no fue anunciada por trompetas ni guardias. Simplemente, apareció, como si la oscuridad lo hubiera escupido. Alto, esbelto, con una capa de terciopelo rojo que parecía absorber la luz. Sus ojos, rojos como brasas bajo ceniza, se clavaron en mí.

No había miedo en ellos. Solo curiosidad y un desafío velado, como una serpiente que se desliza por tu cuello y susurra: ¿te atreverás a matarme?

Sostuve su mirada. No era un encuentro entre iguales, sino un duelo envuelto en silencios y cortesías forzadas, donde cada inclinación del rostro podía decidir el curso de alianzas o guerras. No me arrodillé. No desvié del todo la vista. Solo incliné la cabeza lo justo, un gesto que podía interpretarse como respeto… o como un reconocimiento calculado.

Inspiré con calma, aguardando a que fuese él quien pronunciara la primera palabra.

—Alfa de la Guardia Oscura… Has tardado en venir.

Mis manos permanecieron a los lados, firmes, como raíces clavadas en la tierra. El silencio se alargó hasta que, con un movimiento casi imperceptible, asentí.

—Majestad.

Una sonrisa frágil se dibujó en sus labios pálidos.

—El que me muestres un atisbo de cortesía revela que el título de Alfa Supremo empieza a templarte.

—No se engañe —contesté sin vacilar—. Hay cosas que jamás cambian.

A mi lado, Thyrius pronunció mi nombre, seco, como un aviso.

—Esperemos que así sea —dijo el rey, y un destello de diversión encendió sus ojos rojos—. De lo contrario, este consejo sería insoportablemente tedioso. Desde que tu padre partió, mi vida ha sido… aburrida.

De mi padre aprendí que el poder no se grita, se insinúa.

—Haré lo posible, majestad, por devolverle el entretenimiento que tanto ansía.

Entonces, de entre las sombras, surgió una figura que parecía haber aguardado ese instante exacto para mostrarse. Alta. Pálida. Majestuosa. Su sola presencia era una advertencia.

—Vaya… no exagerabas cuando asegurabas que el hijo de la casa Thorne despertaría mi interés.

No la reconocí de inmediato, pero la voz de Thyrius, al pronunciar su nombre, me bastó para entender con quién tratábamos.




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