
Un “para siempre” nunca fue tan corto.
La luna, altiva y resplandeciente, proyectaba sombras plateadas sobre el bosque, tejiendo una red de espejos entre los árboles. Desde lo alto de una rama nudosa, contemplaba el interminable desfile de árboles que se erguían frente a mí. La noche era mi aliada, un manto que ocultaba secretos y desataba recuerdos.
Entre esos recuerdos, uno brillaba con luz propia: la imagen del lobo. No un lobo cualquiera, sino el Alfa Supremo.
Un coloso forjado en guerra y sangre, cuyo poder estremecía hasta la médula a quienes osaban cruzar su camino.
Pero lo que me cautivaba no era su fuerza, ni el imperio de su mirada, capaz de doblegar a cualquier criatura con un parpadeo.
Era su voluntad.
Ese control implacable que lo mantenía erguido aun cuando su instinto —su lobo, su sangre, su alma— clamaba por mí. Podría haberme arrastrado al claro más oculto del bosque, marcarme bajo la luna como suya… y, sin embargo, se negó.
Me echó fuera de la capital, lejos de su alcance y su mundo. Y en ese rechazo encontré mi triunfo.
Porque un hombre que desafía su destino es infinitamente más interesante que aquel que lo abraza sin resistencia.
No anhelaba únicamente poseerlo.
Quería devorarlo.
Beber su poder, su furia, su resistencia, hasta que lo único que quedara de él fuese el eco de su esencia latiendo dentro de mí.
Hasta que su lobo, rendido, aullara mi nombre como si fuera una plegaria.
Un crujido interrumpió mi ensoñación.
—¿Hasta cuándo pretendes mantenerte ahí arriba, como un cuervo en vigilia?
Calenor estaba un metro más abajo, jugando torpemente sobre una rama del árbol con los brazos extendidos, intentando mantener el equilibrio. Estábamos a más de ochenta metros sobre el suelo; una caída no mataría a un hada gris, pero el dolor sería memorable. Y el placer de verla retorcerse entre las raíces era un deleite demasiado tentador como para ignorarlo.
Sin pensarlo dos veces, salté a la rama donde ella estaba. El crujido de la madera acompañó el sobresalto de Calenor, que perdió el equilibrio y casi cayó al vacío, pero logró sostenerse a tiempo. Ahora colgaba, como una hoja a punto de desprenderse, mientras yo me sentaba tranquilamente a su lado, como si estuviera en un jardín bajo el sol.
—¿Por qué insistes en ensuciar el aire con tu voz, cuando no deseo escucharla? —escupí con un desdén frío, sin dignarme a mirarla.
Con un gruñido, sus dedos se aferraron con furia a la corteza. Se impulsó y volvió a erguirse sobre la rama.
—¿Acaso piensas que temo a las alturas? —replicó, intentando recuperar su arrogancia.
—No es lo mismo caer con alas… que caer sin ellas —murmuré—. Y tú, Calenor, por fortuna, eres una traidora sin alas.
Sus ojos se encendieron, no de poder, sino de una rabia feroz que ardía como un carbón avivado.
—No soy yo a quien deberías intentar matar —escupió al fin.
—Nadie lamentaría tu muerte, Calenor —respondí, degustando cada palabra como si fuera parte de un juego demasiado placentero.
—Del mismo modo en que a nadie le importaría que una bruja muera por no hacer bien su trabajo.
—Esto no es un trabajo, es un capricho —le aclaré.
—Pues tu capricho no aparece y eso, definitivamente, afecta nuestros planes —insistió con un tono acusador.
—Tus planes me son tan indiferentes como lo es la vida humana.
Calenor me observó fijamente, buscando algo en mi expresión que pudiera usar a su favor.
—Debería importarte —continuó con voz tensa—, porque no creo que hayas entregado algo valioso a cambio de nada.
Mis ojos se clavaron en él como dagas. Las hojas dejaron de moverse y hasta el viento contuvo el aliento.
—Sé que eres una bruja kármica —dijo finalmente—. ¿Cuál fue el precio que pagaste por atar tu destino al corazón del lobo? Los hechizos que tuercen el curso natural de la vida exigen un pago equivalente… y tarde o temprano la deuda te alcanzará.
Un ardor oscuro recorrió mi piel, y el veneno en mi voz fue filo puro:
—En este instante pagaría cualquier precio con tal de coser tus labios con alambre al rojo vivo.
—¿Qué se siente poseer tanto poder, y aun así estar encadenada al precio que exige? —insistió Calenor, saboreando cada palabra como si fueran dagas, clavándose en mí con lentitud—. ¿Habrá algún día en que ya no tengas nada que ofrecer?
—¿Y por qué tanto empeño en escarbar donde no te llaman? ¿Acaso el lobo traidor no lo sabía todo sobre mí? No me digas que te envió aquí para espiarme.
—No es necesario, él ya lo sabe todo. ¿De qué otra forma crees que conozco lo que realmente eres?
Balanceé mis piernas con un vaivén pausado, dejando que los jirones de mi vestido negro ondearan en el aire. La paciencia nunca fue mi virtud, y Calenor estaba jugando con fuego.