
La nueva luna de la guarida oscura
El recibimiento en la manada de la Guardia Oscura fue cualquier cosa menos cálido. Ninguno sonrió; solo hubo miradas que destilaban solemnidad, como si asistieran a un ritual fúnebre. Algunos se atrevieron a observarme con lástima silenciosa, como si contemplaran un alma destinada a desvanecerse; otros, en cambio, me miraban como si yo fuese la esencia misma de un mal que temían y, a la par, no podían apartar de su vista.
No me esperaba menos.
Rhydian avanzaba a mi lado con una autoridad que parecía esculpida en el aire. Cada paso suyo era un decreto, y cada lobo que cruzaba su camino inclinaba la cabeza en un gesto que rozaba la reverencia. Aunque, ese respeto era solo para él. Para mí, reservaban miradas cargadas de juicio y desprecio.
Por supuesto, estaban contentos de recibir a su líder, pero la incertidumbre de mi presencia era aún mayor.
Me detuve abruptamente frente a dos lobos que se mantenían erguidos como estatuas, con los músculos tensos y los dientes apretados. Sus ojos eran pozos dorados llenos de palabras no dichas, y sus cuerpos transmitían una amenaza contenida.
Me erguí a su altura, arqueando una ceja con insolencia, ofreciéndoles la oportunidad de liberar el veneno que llevaban dentro.
—Ni se te ocurra —murmuró Rhydian, su voz baja pero cargada de autoridad. Su mano, firme y dura cual hierro, atrapó la mía y me arrastró hacia él con un tirón que no admitía réplica.
—¿Y por qué no? —pregunté, dejando que el desafío se mezclara con un matiz juguetón en mi tono.
—Porque tu manera de provocar hace que todos quieran degollarse entre sí.
—Eso no suena tan mal, ¿cierto?
—Lo es cuando se trata de mi manada.
Incliné la cabeza hacia él, mis ojos buscando los suyos con intención calculada.
—Nuestra, querrás decir.
Rhydian se detuvo tan de golpe que poco faltó para que chocara contra su espalda. Me soltó la mano con brusquedad y me empujó hacia adelante como quien aparta a un cachorro molesto. Sus ojos, encendidos con un fulgor feroz, me atravesaron con la misma delicadeza con la que una daga se hunde en la carne.
—No sé qué juego intentas jugar —dijo, cada palabra marcada como un sello ardiente—, pero esto no es tuyo. Esto es transitorio. Pasajero. No te quedarás aquí. No serás mi pareja destinada. No serás la luna de esta manada. Así que no… —Su voz se endureció aún más—, no es nuestra manada. Es mi manada.
Alcé una ceja, disfrutando del veneno que escurría de su tono.
—Muy bien, mi alfa… —murmuré, estirando el “mi” con descarada intención.
—No soy tu alfa —espetó él, tan rápido y cortante que casi pude sentir el chasquido del látigo en el aire.
—Bien, entonces… perro. El lacayo de los vampiros, la mascota de las faes y…
No alcancé a terminar la frase, cuando Rhydian acortó la distancia entre nosotros y se irguió sobre mí, su presencia abrumadora, imposible de ignorar.
—Basta —gruñó, su voz reverberando como un trueno—. Basta.
Le sostuve la mirada, negándome a retroceder. Había algo en él que me retaba a seguir empujando los límites, a explorar hasta dónde podía llegar antes de romperlo.
—Debes decidirte… ¿Prefieres que te llame mío, o que te llame enemigo?
Él pareció contener el aliento. Cuando pensé que diría algo, solo dio un paso atrás y siguió caminando, exigiéndome que lo siguiera.
Yo solté una risa baja, oscura, que me sabor a triunfo.
Porque si de algo estaba segura, era de que Rhydian podía proclamarse dueño de su manada cuantas veces quisiera… pero cada vez que decía que no me pertenecía, la grieta en su voz lo traicionaba.
Lo seguí en silencio, mientras el bosque se cerraba a nuestro alrededor. Los árboles parecían inclinarse, alargando sus ramas, queriendo tocarnos.
No caminamos mucho antes de toparnos con una pequeña cabaña en medio de aquella maraña de troncos. Estaba hecha de madera oscura, con un techo inclinado que no parecía capaz de resistir un fuerte viento. Una ventana estrecha brillaba desde dentro con una luz dorada, cálida pero engañosa. Nada de este lugar me gustaba. Y mucho menos los árboles que me rodeaban, altos, verdes y vigilantes, como soldados que habían jurado proteger a quien sea que viviera ahí.
De pronto, la puerta se abrió y una mujer salió de la cabaña con una fuerza que saturó el aire. Su cabello castaño, largo y salvaje, caía en ondas desordenadas sobre sus hombros, como si el viento nunca osara domarlo. Sus ojos dorados resplandecían con un fuego inquietante que me hizo detenerme un instante. Su figura corpulenta irradiaba fuerza; cada paso suyo resonaba en el suelo como un tambor de guerra.
—¿Qué has traído aquí? —preguntó con voz firme, dirigiéndose a Rhydian, pero sus ojos clavados en mí, como si quisiera eliminarme sin ensuciarse las manos.
—Voy a ver a la anciana.