
El juego de una bruja
Después de mi encuentro con esa vieja atrevida, algo extraño se agitaba en mi interior. No era miedo, ni siquiera inquietud… sino una sensación de desafío, como si mi cuerpo hubiese absorbido la insolencia de Isolde y ahora ardiera con ella.
Mientras tanto, las miradas seguían clavándose en mí, teñidas de rechazo y desconfianza. Las lobas jóvenes apartaban a sus crías cuando yo pasaba, cubriéndoles los ojos como si bastara una sola de mis miradas para condenarlos a un destino oscuro. Si hubiese querido, les habría sonreído con dulzura para confirmar sus peores temores, pero preferí mantener el juego en silencio.
Aquello me resultaba casi fascinante, porque el respeto que surgía del miedo tenía un sabor peculiar: agridulce, poderoso. Así que enderecé la espalda y levanté el mentón, dejando que sus ojos se deslizaran sobre mí cual agua sobre piedra. Que me miraran, que se estremecieran, que apartaran la vista. Yo no era un secreto que pudiera ocultarse.
No sabía cuál era nuestra siguiente parada, pero no importaba. Me limité a seguir a Rhydian, que avanzaba con la seguridad del alfa que sabe que cada pisada suya deja un eco de obediencia atrás. Su andar era firme, rayando en la arrogancia; y aun así, había en su espalda una tensión que no había estado antes. Quizá las palabras de la anciana todavía le arañaban la mente.
Mientras caminábamos, mis ojos se posaron en la manada que se extendía alrededor. Y no era exactamente lo que había imaginado.
Más que una manada de bestias salvajes, parecía un pequeño poblado escondido bajo la sombra de los árboles. Las cabañas de madera oscura se mezclaban con estructuras de piedra gris, y entre ellas, hileras de robles antiguos se erguían como guardianes, delimitando territorios invisibles.
Frente a cada puerta se alzaban estacas toscamente talladas, decoradas con collares de garras, huesos pulidos y amuletos lunares de plata ennegrecida. Símbolos de cada familia, estandartes menores de identidad en un lugar donde todos parecían estar hechos de la misma carne y obediencia. Algunos eran hermosos, casi artísticos; otros, burdos y grotescos… pero todos compartían un mismo mensaje: esta tierra nos pertenece, y quien la pise debe respetar su luna.
No pude evitar pensar en arrancar uno de esos amuletos y arrojarlo al fuego de la primera hoguera que encontrase.
En definitiva, no era lo que había imaginado para una manada tan fuerte y feroz, y además, situada en la frontera, tan cerca de las tierras grises. Esperaba encontrar algo más caótico, más salvaje, no esta estampa de orden forzado. No este aire impregnado del olor penetrante a madera quemada, esa mezcla de brasas vivas y humo añejo que se queda atrapado en las vigas y en las ropas, como si todos aquí hubiesen nacido envueltos en brasas.
Qué aburrido.
Atravesamos el claro principal, y de inmediato comprendí que aquel espacio era el corazón palpitante de la manada. En medio, un gran salón de piedra y madera se alzaba como un gigante silencioso, con muros robustos que parecían haber sido testigos de incontables generaciones de lobos. De su interior se escapaban voces graves, risas apagadas y el tintineo metálico de copas al chocar. Desde afuera, las antorchas clavadas en los muros dibujaban lenguas de fuego sobre la fachada, como si quisieran recordarle al mundo entero quién gobernaba allí.
Pero Rhydian no se detuvo, y yo tampoco. Seguimos caminando, abandonando el bullicio del claro para adentrarnos en un sendero más estrecho. A cada lado, los pinos altos se erguían como centinelas silenciosos. El aire allí era más frío —algo que me agradaba—, pero también el silencio era casi absoluto, roto solo por el crujido de la hojarasca bajo mis pies.
Fue entonces cuando, al final del camino, apareció ante mis ojos una casa distinta a todas las demás. Era más grande, más robusta, con un techo inclinado de tejas de madera y vigas talladas con símbolos lunares que parecían brillar débilmente bajo la penumbra.
Delante de la casa, de pie y erguida cual estatua tallada en carne y hueso, nos esperaba una mujer. Su cabello castaño estaba recogido en un moño intachable; ni un solo mechón se atrevía a escapar, y sus ojos dorados se fijaron en mí desde el primer instante. No había en su mirada odio ni desprecio como en el resto de la manada… pero tampoco calidez ni hospitalidad. Me observaba con el ojo crítico de quien evalúa una pieza de caza o una espada nueva.
—Madre —murmuró Rhydian, y su voz, fuerte como siempre, se suavizó ligeramente. Se detuvo a unos pasos de ella, rígido y respetuoso.
Arqueé una ceja, saboreando aquel extraño recibimiento. Neutralidad era algo que rara vez recibía y, en cierto modo, era un respiro… o un reto mayor.
Por algo es la madre del alfa supremo, pensé con un destello de diversión.
—Bienvenida a la casa del alfa supremo —dijo finalmente. Su voz era grave, firme, cargada de autoridad natural.
—Gracias, Eiluned —saboreé su nombre en mis labios—. Eres la primera y la única que me da la bienvenida.
Ni una chispa de sorpresa asomó en su rostro. No preguntó cómo sabía su nombre, ni mostró curiosidad alguna. Solo permaneció imperturbable, como si yo hubiese revelado algo que ella ya esperaba escuchar.