
El poder para doblegar el destino

Esa noche, en la cumbre del lobo, el ambiente se sentía más áspero y húmedo, y la neblina se enroscaba entre las ramas de los árboles. La noche estaba tan oscura que parecía haber devorado al mundo entero, a excepción de la luna. Brillaba con tanta cercanía que daban la ilusión de poder alcanzarla con las yemas de los dedos, como si fuera una brasa suspendida en el cielo, esperando ser arrebatada.
Nyra estaba a pocos pasos de mí, con su manto negro que parecía absorber la luz de la luna, devorándola. Era como si la luna misma evitara tocarla, temiendo lo que pudiera despertar en ella. Sus ojos, sin embargo, eran imposibles de ignorar. Fijos en mí, ardían como brasas ocultas bajo la ceniza: un fuego secreto, vivo, palpitante. No era una mirada cualquiera. Era la mirada de alguien que poseía sin tocar, que reclamaba sin palabras: una mezcla de adoración y posesión que me enredaba en una contradicción imposible; a su lado me sentía libre… y a la vez encadenado.
Por más perturbador que resultara, no quería que apartara esos ojos de mí. Anhelaba ser consumido por ese fuego silencioso que emanaba de su ser. Nyra no era solo un misterio; era un abismo, un precipicio que me llamaba a saltar sin prometerme retorno. Y lo peor de todo era que ya no estaba seguro de querer resistirme.
Se acercó con la gracia sobrenatural que la envolvía siempre, como si cada movimiento suyo perteneciera a una danza que el resto no podíamos escuchar. Sus pasos eran tan ligeros que el suelo no se atrevía a crujir bajo su peso; avanzaba como si caminara sobre aire, como si el propio viento se hiciese a un lado para dejarla pasar.
Me rodeó y se quedó tras de mí, envolviéndome con sus brazos delgados. Su piel estaba fría, pero donde me tocaba ardía como fuego vivo.
Intenté disimular mi reacción. Solo un leve tirón en la comisura de mis labios insinuó una sonrisa que me apresuré a ocultar. Fingiendo dureza, aparté sus brazos con brusquedad, como quien rompe cadenas invisibles. Era parte de nuestro juego: un tira y afloja constante, un choque de voluntades, dos depredadores midiéndose en el mismo territorio. Ella nunca se rendía fácilmente; el rechazo era para Nyra como un nuevo reto, un obstáculo que no hacía más que avivar su insistencia.
Pero esa noche, algo cambió.
Cuando aparté sus brazos y aguardé su inevitable provocación, no hubo réplica, ni sonrisa torcida, ni palabras cargadas de veneno dulce. Giré para mirarla, esperando encontrar sus ojos encendidos y su gesto desafiante.
No había nadie, solo aire y vacío.
Mi pulso se disparó. El instinto me gritó que la buscara, que no la perdiera de vista.
Entonces volví la vista al frente y allí estaba ella.
De pie frente al horizonte, con la luna a su espalda. Pero ya no era la misma.
Nyra ya no era la misma.
Sus ojos derramaban lágrimas negras, espesas como brea, que corrían en silencio por sus mejillas pálidas. Eran lágrimas que no brillaban, sino que se arrastraban como veneno líquido, dejando rastros oscuros que parecían quemarle la piel. Su rostro comenzó a hundirse y la piel se adhirió a sus huesos, marchitándose, como si algo oscuro la devorara desde dentro. Sus dedos se alargaron, retorcidos y huesudos, como ramas muertas. Además, sus labios se agrietaron y resecaron hasta parecer cenizas.
Cuando habló, su voz era apenas un susurro, un eco distante que parecía provenir de otro mundo.
—Si tan lejos me quieres… entonces me iré.
Aquellas palabras fueron un golpe directo a mi alma.
Quise responder, gritar, decirle que mi brusquedad no era rechazo, sino preocupación: preocupación por perderme en ella, por no poder protegerla, por volver a perder a un ser querido, por no poder volver atrás si me entregaba por completo… preocupación por admitir que no era el alfa invencible que todos consideraban. Pero las palabras se atoraron en mi garganta y mientras mi silencio me traicionaba, Nyra comenzó a desvanecerse.
Su figura parecía un pergamino siendo consumido por una hoguera. Primero su manto, luego sus manos huesudas, después su rostro… y finalmente esos ojos que me habían consumido desde el primer instante.
La desesperación me golpeó con una fuerza que no había sentido nunca. No se parecía a la herida de un enemigo, ni a la pérdida de un hermano, ni siquiera a la muerte de mi sangre. Era un dolor más profundo, como si mi propia alma estuviera siendo arrancada, fibra por fibra, hasta quedar reducida a un vacío sangrante.
Intenté moverme, correr hacia ella, pero mis pies estaban clavados en el suelo como raíces atrapadas en la tierra. Intenté gritar su nombre, pero mi voz se había perdido en un rincón oscuro de mi garganta. Solo podía mirar, impotente, cómo desaparecía. Cómo el viento se llevaba lo que quedaba de ella, y cómo el vacío helado ocupaba su lugar.
Y entonces me desperté de golpe.
Mi corazón latía descontrolado; el sudor empapaba mi pecho y las sábanas estaban retorcidas entre mis manos, convertidas en puños como si hubiera luchado contra algo real. Tomé largas bocanadas de aire, buscando la calma mientras mi mente luchaba por discernir si aquello había sido un sueño… o una advertencia.