El Lado Hermoso De La Bestia

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Una bruja reclamando su lugar.

Era un día perfecto para el caos. O, como diría la anciana Isolde, “un día propicio para tentar a la luna”.

Para mí, era simplemente un día insoportablemente aburrido.

La monotonía se había adherido a mi piel como una enfermedad. Todo en esa manada parecía moverse con la cadencia de una brújula vieja, oxidada, sin urgencia ni propósito. Los lobos entrenaban, patrullaban, discutían jerarquías… una vida perfectamente miserable.

Yo, mientras tanto, fingía interés en un libro raído que encontré en la biblioteca del clan. No tenía título, ni magia, ni encanto alguno. Las páginas olían a polvo, pero servía para disimular mi hastío.

Fue entonces cuando mis oídos captaron algo más interesante que las crónicas aburridas de aquel libro.

Eiluned hablaba entre susurros con otra loba.

—El Alfa Supremo se reunirá con el consejo esta mañana. Todos los sub-alfas, los betas, los omegas… Incluso Fenric ha sido convocado.

Había dicho “consejo” con una reverencia casi sagrada, como si pronunciara el nombre de los dioses.

Yo traduje sus palabras a un idioma mucho más honesto: “Los sirvientes del gran macho alfa van a reunirse para ladrarse entre ellos sobre asuntos triviales”.

Oh, sí. Qué ceremonia tan fascinante.

El reparto de raciones, la supervisión de territorios, la tediosa diplomacia entre clanes.

Una jauría de perros discutiendo cuál de ellos tenía las garras más afiladas. Para mí, no eran más que sirvientes disfrazados de guerreros, obedientes por miedo, no por lealtad.

El Alfa Supremo —mi Alfa— no necesitaba consejeros ni aliados. Su poder era una marea salvaje, demasiado pura para ser comprendida por mentes tan pequeñas. Ni siquiera él entendía todavía la magnitud de lo que llevaba dentro.

Pero yo sí. Y precisamente por eso, los demás no me inspiraban ni respeto ni temor.

Solo aburrimiento.

Así que decidí… divertirme un poco. Después de todo, ¿qué era una mañana sin tentar un poco al lobo?

Seguí el aroma de Rhydian a través del bosque, un rastro tan inconfundible como el de sangre en la nieve. La reunión se celebraba en un claro oculto entre rocas negras cubiertas de musgo, un círculo natural tan antiguo que parecía tallado por los dioses mismos.

Una puerta de roble macizo custodiaba la entrada, marcada por runas que chispeaban con energía lunar. Tal vez pretendían mantener alejados a los intrusos.

Lástima que yo nunca haya sido buena obedeciendo advertencias.

Sin dudarlo, la empujé con fuerza, dejando que el crujido resonara como un latigazo en el interior.

El aire olía a madera vieja, a fuego contenido y a sudor. Había al menos doce lobos sentados alrededor de una mesa redonda de piedra negra, tallada con símbolos lunares que brillaban débilmente. Todos se tensaron al instante. Las manos se cerraron sobre la mesa, nudillos blancos, músculos listos para atacar.

Entre ellos reconocí a Fenric, siempre impasible, con esa calma glacial que solo los viejos soldados adquieren tras demasiadas guerras. A su lado, su hijo —ese cachorro insolente que me miraba como si quisiera despellejarme viva—, y el lobo al que una vez derribé con un simple toque; sus ojos me seguían como si quisiera arrancarme la piel a mordiscos.

Los demás eran desconocidos para mí, pero no al revés. Yo los veía por primera vez, y ellos me reconocían como si mi nombre hubiese sido susurrado en cada rincón de la manada, en cada hoguera nocturna: la bruja del Alfa.

—Continúen —dije con una voz baja y sedosa, como si les estuviera haciendo un favor—. No se detengan por mí.

Nadie se movió; nadie respiró siquiera. Era como si mi presencia los hubiera congelado a todos.

—Solo estoy aquí por curiosidad —añadí, ladeando la cabeza con un gesto de falsa inocencia—. Quería ver qué tan importante es esta reunión… si realmente merece que el Alfa Supremo malgaste su tiempo aquí, en lugar de pasarlo conmigo.

Lo sentí antes de verlo: el enojo de Rhydian era una tormenta silenciosa, un incendio contenido tras un muro de hielo. No necesitaba mirarlo para saberlo; lo percibía en el aire mismo, en el temblor casi imperceptible de la energía que emanaba de su cuerpo.

Finalmente, giró el rostro hacia mí.

Ah, sus ojos… Ese turquesa salpicado de oro me atravesó como lanzas afiladas por siglos de furia y deseo reprimido.

No dijo nada, y tampoco hizo falta.

Ese fue nuestro primer desafío del día: un duelo de miradas.

Él: Furia contenida, orgullo herido, deseo sofocado bajo capas de control.

Yo: burla pura, triunfo silencioso, certeza absoluta.

Los demás lobos permanecían inmóviles, sus dientes apretados y las miradas clavadas en sus manos, como si temieran ser arrastrados por la marea oscura que se alzaba entre Rhydian y yo, pero yo no veía más allá de él.




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