
El estigma del fuego y la pureza.

La noche se alzaba como un manto de terciopelo negro, tachonado de estrellas que apenas osaban parpadear ante la inmensidad del cielo. Salí por la puerta trasera, dejando atrás el desagradable calor de las brasas y el crujir de la madera bajo mis pies. Mis pasos me llevaron al árbol, ese que se erguía como un guardián eterno al borde del claro, con sus ramas retorcidas y nudosas que se alzaban hacia el cielo.
Subí hasta la última rama, la más alta, la más peligrosa, donde el aire era más frío, más puro, más cercano a la luna. Desde allí, tenía vista de toda la manada. De cada cabaña, de cada camino, de cada sombra que se movía entre los árboles.
Tras un largo suspiro, me senté en la rama y esperé por él, con la paciencia de un cazador y la calma de quien sabe que su presa no puede escapar.
Y entonces por fin mi espera acabó.
Rhydian emergió de entre los árboles, su figura oscura recortándose contra el resplandor naciente. Su cabello oscuro caía en mechones desordenados sobre su rostro marcado por la sombra de una barba incipiente. Era un guerrero cansado, un lobo fuerte que jamás mostraría debilidad. Levantó la mirada hacia mí, y en ese instante nuestros ojos se encontraron. En un gesto de desafío, le guiñé un ojo con un toque de coquetería, jugando a un juego que solo nosotros entendíamos.
Me dejé caer del árbol sin dudarlo, mi cuerpo descendiendo en un movimiento fluido hasta caer de pie contra el suelo con un golpe seco que resonó en el claro. Me incorporé con rapidez y me entré a la casa nuevamente, sabiendo que él seguiría el mismo ritual de cada noche: limpiarse, cenar y desaparecer en las entrañas del bosque.
Fui directo hacia la mesa de madera, gruesa y gastada por siglos de uso, y me acomodé a la cabeza de la mesa con una naturalidad que sabía lo enfurecería. Sobre la mesa descansaban bandejas de madera y hierro forjado, repletas de carne roja, aún humeante, con bordes apenas chamuscados por el fuego. A mi juicio, parecía cruda. Pero para ellos, ese venado en sangre fresca era un banquete. Junto a la carne, una jarra de barro contenía agua fresca, y unas setas silvestres, oscuras y húmedas, completaban la cena.
Al cabo de un rato, Rhydian entró en silencio, como una sombra que toma forma bajo la luz de las velas. Su torso desnudo brillaba con gotas de agua que se deslizaban por su piel marcada por ligeras cicatrices, recuerdos de batallas que gustarían escuchar.
No me miró al principio; no necesitaba hacerlo, porque desde hace tiempo que sabía que yo estaría ahí esperándolo. Lo sentía en el aire mismo, en cada latido de su propio pulso.
Se sentó frente a mí sin emitir sonido alguno y comenzó a comer con una ferocidad que aprendí a asociar con los lobos: comen como si la carne fuera a escaparse de la mesa, como si el hambre fuera una bestia dentro de él que nunca se saciaba del todo. Sus manos fuertes desgarraban la carne con precisión animal, sus movimientos rápidos y brutales. Había algo hipnótico en su voracidad, en esa mezcla de hambre primitiva y control absoluto que me hacía arder.
Mientras masticaba lentamente un trozo de carne, con los ojos fijos en el plato como si el mundo se redujera a ese pequeño círculo de cerámica, decidí romper el silencio.
—¿No se unirá tu madre a la cena esta noche?
Él levantó la vista, con un trozo de carne entre los dedos, y me miró con una sonrisa burlona que no alcanzaba sus ojos.
—Perdió el apetito. Dice que el olor de cierta bruja le resulta insoportable.
Me apoyé en la mesa, inclinándome ligeramente hacia él, desafiando su afirmación con una sonrisa fría.
—Qué curioso —murmuré—. Porque aunque todos los lobos poseen un olfato agudo… a ti no parece incomodarte mi olor.
La carne que sostenía quedó suspendida a medio camino entre sus dedos y su boca. Sus ojos se clavaron en los míos, llenos de desdén y advertencia. Pero yo no me dejé intimidar. Su mirada era un desafío que estaba dispuesta a aceptar.
—No te molestes en negarlo —añadí, con una voz que contenía una mezcla peligrosa de provocación y certeza—. Porque yo también disfruto del aroma que tú desprendes.
Una sonrisa sarcástica curvó sus labios, intentando usar el desprecio como armadura.
—Estoy convencido —dijo, con una lentitud deliberada— de que mi olor no se asemeja al de sangre podrida, cadáveres mojados y amargor irritante.
La ofensa estaba clara, pero yo no me ofendí, porque sus palabras había algo más que odio. Había reconocimiento, interés y sobre todo, había deseo disfrazado de rechazo. Y eso… eso era lo que más me gustaba.
—Por muy desagradable que te parezca mi aroma… a ti te encanta.
El silencio de Rhydian era una confesión involuntaria que llenó la habitación con una tensión palpable. Me levanté de la mesa con un movimiento lento y calculado, cada gesto una provocación silenciosa.
—¿No tienes intención de comer algo? —Su voz intentó sonar casual, pero que traicionaba una curiosidad que no quería admitir.