
Una cachorra para la bruja.

Avanzaba a paso firme, con el bosque cerrándose a mi alrededor como si temiera mi paso. La noche envolvía los árboles en un manto de sombras inquietantes, y el crujir de las hojas bajo mis botas resonaba más fuerte de lo habitual. Mantenía mis sentidos en alerta, aunque no por peligro externo. El peligro ya estaba dentro. Había estado dentro desde que la deje entrar a mi manada.
Zander me seguía de cerca, pero no con la lealtad de siempre. No dejaba de murmurar, su voz baja, cargada de reproches y un dejo de temor que no le reconocía. Hablaba, una vez más, de ella.
Hubo un momento en que se quedó en silencio, pero había un filo en su silencio, una tensión en sus movimientos que me desagradaba. Y cuando habló, fue como una daga envuelta en humo.
—Las lobas siguen en el mismo estado. ¿Qué piensas acerca de eso? ¿Acaso ya pensaste en las palabras para sus familias?
Tres lobas habían sido encontradas inconscientes en el corazón del bosque, sus cuerpos cubiertos de cenizas, cual si hubieran estado en el epicentro de un incendio que nunca ardió. No había rastro de fuego ni quemadura alguna. Solo ese polvo oscuro adherido a su piel y a sus labios, y, además, con los ojos en blanco. Cuando finalmente despertaron, días después, lo único que lograban articular era una frase que helaba la sangre: "Ojos negros".
—No hay duda, Rhydian —continuó, deteniéndose de golpe, obligándome a girarme—. Ella las tocó. Y sabes que no fue un accidente.
¿Quién más podría ser?
Ella era la única en toda la manada con esos ojos oscuros y profundos, capaces de perforar el alma y dejarla vacía.
Lo más particular era que, desde entonces, las tres lobas parecían atrapadas en un trance inusual. Sus miradas vacías clavadas en la nada, sus cuerpos fríos, su saliva teñida de un tono oscuro que olía a tierra mojada y magia antigua. No estaban heridas. Estaban rotas. Como si algo dentro de ellas se hubiera apagado para siempre.
Zander me miró fijamente, con esos ojos dorados que habían sido testigos de mis victorias, pero que esta vez no reflejaban camaradería. Solo había advertencia.
—¿Acaso crees que fue coincidencia que aparecieran así justo después de que ella las humillara en el camino? ¿Que les escupieran desprecio y que al día siguiente se hallen en este estado? —Su voz subió, llena de una furia contenida—. ¡No es magia benigna, hermano! ¡Es castigo! ¡Es venganza!
—Días antes estuvieron en la frontera. Pudo haber sido obra de las Grises.
—¡¿Te estás escuchando, Rhydian?! Veo a tres guerreras de nuestra manada reducidas a sombras temblorosas. Veo miedo en los ojos de los omegas. Veo a nuestras crías esconderse cuando ella pasa. Y todo… todo se inició cuando ella llegó.
Hizo una pausa. Luego, con una voz que bajó hasta convertirse en un susurro peligroso, añadió:
—¿Realmente crees que una bruja como ella estaría aquí por casualidad? ¿Que el vínculo es real?
—Descubriré lo que sea que esté pasando —dije al fin, con una voz que sonaba hueca, vacía.
—Descúbrelo lo más rápido que puedas, porque lo que sea que esté haciendo… está funcionando. Ya no eres el mismo y la manada lo siente.
Ignoré las quejas de Zander. No por orgullo, sino por agotamiento. Ya no tenía energía para negar lo que ya sabía.
Seguí mi camino hasta la casa de la anciana Isolde, donde la luz de una vela parpadeaba en la ventana como un ojo vigilante.
Al llegar, Zander volvió a perturbarme con su tono molesto.
—¿Vienes a ver a Ailís? —preguntó, como si la sola idea fuera una ofensa.
Me giré, sorprendido.
—¿Por qué lo preguntas?
Él dudó un instante, aclarándose la garganta como si le costara admitirlo.
—He escuchado rumores…
—¿Qué clase de rumores?
—De que necesitas a Ailís para deshacerte de la bruja.
El rostro se me endureció, no por las palabras, sino por lo que implicaban.
La sola idea de que mis asuntos personales —mis batallas internas, mis fracasos, mis deseos prohibidos— fueran tema de conversación en la manada me llenaba de una ira fría que me apretaba el pecho como una cadena. No necesitaba ese tipo de distracciones.
—Si tienes tiempo para escuchar rumores —dije, con un tono cortante que no admitía réplica—, también deberías tener tiempo para patrullar los límites de las Tierras Grises.
Zander entendió la indirecta. Ahora le tocaría estar al menos una luna menguante en las fronteras Grises, y lidiar con las hadas grises no era su pasatiempo favorito.
Asintió con un movimiento breve, casi imperceptible. Pero antes de marcharse, se detuvo y se giró hacia mí.
—Tienes que hacer algo con ella —dijo, casi en un susurro, como si temiera que el viento llevara sus palabras a sus oídos—. Antes de que destruya nuestra manada.