
Lo que significa ser parte de una manada

Estaba en la cima del árbol de siempre, con los pies desnudos balanceándose en el vacío, siguiendo una melodía que nadie más podía oír. Una melodía que era marcada por el latido desbocado de Rhydian bajo las sábanas, el jadeo ronco de su respiración y el sudor que empapaba su piel mientras su cuerpo luchaba contra un descanso que yo le negaba.
Mis mañanas favoritas eran aquellas en las que él no encontraba paz, cuando yo era el centro de su tormento.
No necesitaba ver las imágenes de sus sueños para saber que era yo la protagonista de sus pesadillas. Era yo quien se deslizaba en su oscuridad, quien lo poseía al cerrar los ojos. Yo era la chispa que prendía su furia contenida, el fuego lento que lo consumía sin permitirle arder del todo. La sombra que lo envolvía y lo arrastraba hacia un abismo del que, en el fondo, no deseaba escapar.
Era mi voz la que pronunciaba su nombre en susurros venenosos, dulces solo en apariencia, justo antes de que despertara sobresaltado, con el grito atrapado en la garganta y las manos crispadas en las sábanas.
Una sonrisa ladeada se dibujó en mis labios.
¿Qué clase de caos estaría causando en su mente esta vez? ¿Me vería ardiendo entre llamas antiguas, reducida a cenizas por mandato de su manada? ¿O me vería desnuda bajo la luna, con las runas brillando sobre mi piel, llamándolo a doblar la rodilla?
No importaba.
Al final, todo giraba en torno a mí.
Era mi rostro el que lo perseguía, mi sombra la que se cernía sobre sus pensamientos y mi aliento el que se filtraba en sus sueños más oscuros, en ese espacio donde la disciplina del lobo se quebraba y el deseo tomaba forma. Ser la causa de su insomnio, de su agitación febril, de la rabia que lo hacía temblar al amanecer no era solo un placer perverso; era un arte que yo perfeccionaba con cada encuentro.
Sentí el instante exacto en que despertó.
Mis ojos se alzaron hacia la ventana de su habitación, y allí estaba, erguido entre las sombras, con los ojos turquesa clavados en mí como si siempre hubiera sabido que yo lo observaba. Como si, incluso dormido, me hubiera sentido.
Levanté la mano en un saludo lento y burlón, dejando que mis dedos danzaran como hojas a merced del viento. Su respuesta fue una mirada cargada de amargura, de rechazo forzado, antes de apartarse y desaparecer en la penumbra de su habitación.
Fascinante, como siempre.
Permanecí un rato más en la copa del árbol, dejando que el aire frío me acariciara la piel y observando cómo el cielo poco a poco se iba volviendo más claro. Cuando por fin lo vi salir de la casa, con ese andar firme que delataba su rango y su naturaleza, descendí con cuidado. Su presencia imponía incluso a la distancia, como si la tierra misma reconociera al guardián de la manada.
Sin dudarlo, lo seguí como cada mañana. Era mi rutina: siempre detrás, siempre a un paso, pero no demasiado cerca.
Pero esa mañana… algo cambió.
Kaela apareció.
Surgió del sendero como un espectro, su movimiento tan preciso que parecía una advertencia. Saludó a Rhydian con una inclinación de cabeza respetuosa, propia de quien conoce su lugar dentro del orden de la manada. Él respondió de la misma forma y continuó su camino sin volver la vista atrás.
Luego, Kaela se giró hacia mí.
Se plantó frente a mí sin titubear, bloqueando el paso como si el sendero le perteneciera. Sus ojos eran dagas, fríos y atentos. Su postura, un desafío silencioso. Y en ese instante, supe que el juego había comenzado.
Ignoré su presencia e intenté rodearla, pero cada vez que avanzaba, ella se movía conmigo. Era como mi reflejo y, al mismo tiempo, un muro.
La paciencia nunca había sido mi fuerte, y ese día no pretendía fingir lo contrario. Me detuve frente a ella, dejando que la furia se asomara sin disimulo en mi mirada.
—Aparta de mi camino —espeté, sin rodeos.
Kaela no pestañeó. Apenas inclinó la cabeza, como si mis palabras fueran solo viento contra la roca.
—Deja ya de actuar como un hada testaruda —replicó, con una calma calculada que irritaba más que un grito.
Mis labios se curvaron en un gesto de desprecio.
—No me compares con esas criaturas patéticas.
Kaela dio un paso adelante, invadiendo mi espacio con una seguridad que no provenía de la fuerza bruta, sino de algo más peligroso: la disciplina. No poseía la presencia arrolladora de otros lobos ni necesitaba exhibir colmillos. Su lealtad era su armadura, y la llevaba como una segunda piel.
—El alfa supremo tiene asuntos que atender hoy —dijo, con un tono que no admitía réplica—. Se reunirá con el consejo. No tiene sentido seguirlo hoy. Será mejor que acates las órdenes y te mantengas fuera de problemas.
Mis ojos se desviaron hacia el sendero por donde Rhydian había desaparecido. Ya no podía verlo, pero su olor aún flotaba en el aire, denso, persistente. Mi cuerpo tiraba hacia él como si estuviera sujeto por cadenas invisibles.