
La fuerza de un colmillo y una daga
Parte II

Me alejé, obligando a cada músculo de mi cuerpo a ignorar el repentino y punzante cansancio que amenazaba con derrumbar mi postura. La fachada lo era todo. Manipulé mi daga, dejando que el acero bailara entre mis dedos con una indolencia ensayada, como si sostuviera una joya de gran valor en lugar de un instrumento de tormento.
Luego, con una sonrisa lenta que apenas curvaba mis labios, clavé la mirada en el hada. Sus ojos eran un hervidero de terror y orgullo herido, una mezcla tan patética que sentí un impulso de reír de forma genuina.
—Dime una cosa —dije—. ¿Tanta oscuridad guardas dentro de ti que temes que yo la vea? ¿O es que, si miro lo suficiente, solo encontraré un vacío gélido donde solía latir tu alma?
Ella escupió al suelo, un gesto soez que manchó la hojarasca. Sus dientes estaban apretados con tal fuerza que creí oír cómo se astillaban, luchando por sostener los restos de una compostura que ya le había sido arrebatada.
—Nunca permitiré que una bruja me venza —siseó—. Y tú… tú jamás probarás mi sangre.
Negué con la cabeza lentamente, fingiendo una lástima que me resultaba ajena.
—Ay, pequeño brillito del bosque —dije, suavizando el tono con una ternura que cortaba más que cualquier cuchillo—, no necesito tu sangre para derrotarte. Solo necesito que sigas abriendo esa boca. Porque cada palabra que escapa de tus labios es un mapa que me indica exactamente dónde colocar la estocada para destruirte desde dentro.
Incliné la cabeza un centímetro, simulando escuchar un susurro que solo el viento y mis ancestros conocían.
—¿Sabes algo curioso? —continué, dando un paso deliberado hacia ella—. Antes de que tu compañera perdiera el juicio, gritó el nombre de vuestras hermanas. Fue un sonido… desgarrador. ¿Tú también las recuerdas? ¿O has enterrado sus nombres tan hondo que ya no puedes encontrarlos bajo toda esa ceniza?
Sus ojos se dilataron.
—¡Silencio! —chilló.
—¿Por qué? —pregunté; mi presencia expandiéndose como una sombra sobre ella—. ¿Te duele recordar quién eras antes de convertirte en esta parodia de vida? ¿Una simple hada verde, ignorada y mediocre? ¿O es que siempre fuiste una rata sin alas, aguardando en los rincones la oportunidad de traicionar a quienes te dieron refugio?
Ella gruñó, lanzándose hacia mí, pero no llegó a tocarme. El lobo, que había permanecido al acecho tras ella como una sombra paciente y hambrienta, se abalanzó sin previo aviso. Su mandíbula se cerró alrededor de la cabeza del hada con una precisión brutal, un relámpago de pelaje y dientes.
Primero se escuchó un crujido seco, como el de una rama muerta quebrándose bajo el peso del invierno. Luego un jadeo ahogado que murió en su garganta. Y al final… un silencio absoluto.
El cuerpo del hada golpeó el suelo sin vida. Sus ojos permanecían abiertos, fijos en un punto inexistente, y su boca quedó torcida en una mueca de sorpresa eterna.
—Estas escorias… —murmuré, contemplando el cadáver con desdén mientras guardaba mi navaja—. Son criaturas tan fáciles de quebrar. Solo tienes que recordarles quiénes son en realidad… y el peso de su propia existencia termina por romperlas.
Me volví hacia Kaela.
Ya estaba libre. La otra hada yacía a sus pies, un despojo de carne y magia muerta con el cuello doblado en un ángulo imposible. Kaela, todavía atrapada en su magnífica forma de loba, respiraba con una fuerza rítmica que hacía oscilar sus costados; sus ojos ámbar, aunque cargados de un brillo salvaje, habían recuperado esa calma letal que la caracterizaba.
Me estiré, arqueando la espalda, como si regresara de un paseo por el centro de la manada.
—¿Ya podemos volver a la manada? —pregunté, examinando mis uñas—. Debo estar en casa antes que Rhydian. Me gusta esperarlo para la cena; hay algo… deliciosamente primitivo en la forma en que devora. Me fascina observarlo.
Kaela parpadeó, y por un instante juraría que su expresión de loba reflejó una incredulidad absoluta. Quizás no se esperaba esa respuesta luego de una pelea contra los brillitos del bosque.
Sin embargo, cualquier pensamiento que estuviera en su cabeza se evaporó cuando sentimos la presencia de alguien más.
De las sombras del follaje emergieron más hadas grises. Ninguna se veía muy feliz con lo que se habían encontrado a su alrededor.
El lobo joven se pegó a mi lado, emitiendo un gruñido bajo que vibró contra mi cuerpo. Estaba listo; su inexperiencia sustituida por el instinto de supervivencia. Kaela también se situó a mi lado, un muro de pelaje café y músculos tensos, sus colmillos al descubierto en una promesa de muerte.
—Esto empieza a ponerse interesante —murmuré, deslizando mi navaja una vez más. El peso del metal en mi mano me devolvió el enfoque.
Mientras las cinco recién llegadas nos rodeaban, aproveché para observarlas con una frialdad analítica. No eran como las anteriores; no eran simples criaturas errantes consumidas por el hambre. Estas habían sido forjadas en guerra. Sus movimientos eran fluidos y coordinados; sus miradas calculadoras no reflejaban miedo, sino una fuerza oscura.