El lado oscuro de la mafia

CAPITULO 12✓

SALVATORE.

Bajo las escaleras en dirección a la cocina, abro la puerta y me acerco a la isla sirviendo un poco de café.

—¡Buenos días!

—Buenos días —murmuro mirando la cara de Daniel.

Hoy lo acompaña una sonrisa radiante. Mamá Ruth entra un poco después, pero no viene sola; un perro la sigue. Cuando este ve a Daniel, se sienta frente a él y pone su cara entre su mano. Daniel se asusta y el perro empieza a mover la cola.

—Vaya, parece que te llevas bien con el perro. Pero, mi niño Daniel, no les des tu desayuno cuando te sientes a comer.

—Yo no dije nada —sorprendentemente empieza a acariciar al perro y otra vez la misma sonrisa estúpida aparece en su cara.

—Por lo mismo. Salvatore —capta mi atención— esto te lo mandó mi niña Victoria; dijo que cualquier duda llamen al número en el papel y que su mano derecha vendría de inmediato.

Recibo los papeles un poco confundido y salgo al jardín trasero. Daniel me sigue, pero el perro lo empieza a perseguir. Parece que el dolor de cabeza me quiere matar; el maldito malestar no se va desde ayer. Me siento en la silla bajo el pequeño techo instalado en una esquina, detrás de un árbol.

Sonrío cuando veo cómo el perro tira al barro a Daniel

Me río inevitablemente. La cara de Daniel está llena de molestia fingida cuando se levanta; tiene un poco de barro en el pelo y en las mejillas, al parecer su cara quedó enterrada. La brisa fría y las nubes que cubren el cielo indican que probablemente llueva. Daniel llega junto a mí en el momento exacto.

—No fue divertido, ¿sabes?

—Sí, don seriedad, deja ya esa cara y siéntate para poder leer los papeles —digo—. Mamá Ruth dijo que se los había entregado Victoria y dentro se encontraba un número de teléfono...

—Escuché todo, genio —dice mirándome mal—. Genial, qué estupendo.

—Pero déjame terminar, si a Victoria le llegó esta información estando encerrada en las celdas, hay algo que nos está ocultando.

Lo piensa y luego agarra el sobre que está en la mesa. Lo piensa otro poco hasta que se decide por abrirlo. Sonríe apenas al ver algo en la hoja que tiene en sus manos.

—Es astuta.

Coincido con él, es verdaderamente astuta. Puede parecer que no, pero sabe lo que le conviene. Las primeras gotas de agua empiezan a caer.

—No los has leído, ¿verdad?

Pregunta sacándome de mi estupefacción. Niego ligeramente para que el dolor no siga incrementando. Pero al ver la sonrisa en su rostro, lo que contenga ese pedazo de papel debe ser demasiado interesante.

—¿Qué dice? —empieza a leer el texto desde un inicio, algo impacta dentro de mí al oír algo familiar. Y creo saber de dónde lo escuché.

—Si quieres averiguar algo más, llama al número que dejé en la parte trasera de la hoja.

—Daniel, retrocede un poco al nombre del destinatario y para quien es la carta —digo, incapaz de creer la información y no creo que simplemente sea algo que se le entregaría a cualquiera.

—Ah sí, de Jasper Brooks, para Victoria. No le puso apellido, solo unas iniciales.—dice finalizando la lectura.

El nombre lo he escuchado en otro lado, pero no recuerdo dónde.

—Mi abuelo debe saber quién es; a Stefano Zanetti no se le escapa nada.

Nos levantamos para ir adentro y ver qué es lo que esconde Victoria y qué información tan preciada tiene en su poder. Paso de largo, rechazando el desayuno, y camino a un paso lento hacia la oficina de reuniones.

VICTORIA.

La infinita oscuridad junto a la soledad se acaba cuando se escuchan a lo lejos las voces de Salvatore junto a la del otro hombre, penetrando el interminable silencio.

—Sal del rincón.

La voz de Salvatore cala en lo más profundo de mi piel; parece que el sonido se adhiere a mis huesos cada vez que la escucho. Me levanto con cuidado del suelo y, al acercarme a la luz, cierro los ojos por instinto, pero aún así soy capaz de abrirlos.

—¿Qué es lo que quieres ahora? —mi voz sale rasposa. Las únicas veces que se me permite beber un trago de agua, tan siquiera, es cuando me toca el maldito sedante.

—Hablarás desde donde estás esta vez; no subirás. Podemos hablar aquí con tranquilidad —dice, pero niego aún sin tener conocimiento de si sigue ahí o lo trasladaron.

—Ah, Edgardo, su esposa y Emilio fueron trasladados a otro lugar —me informa lo que parece ser su fiel seguidor.

Asiento, esperando a que hablen y pregunten lo que quieren. Sus caras son una mezcla entre la incertidumbre y la curiosidad.

—Empecemos. Dinos, ¿de dónde conoces a mamá Ruth?

—Interesante pregunta, Salvatore. Ruth Pregona fue mi niñera, y más que eso, la conocí a los seis años. Ella fue quien me atendió y cuidó durante parte de mi vida.

Solo eso, y es justamente lo que les diré; lo demás que lo descubran por su cuenta.

—Dinos, ¿quién eres? —volteo mi cara al hombre al lado de Salvatore.

—Victoria Vallejo, o asumo que esa soy yo. Me lo grabaron a golpes, y en realidad esa no soy yo; todavía más sin embargo es a quien conocen. Ahora dime, ¿quién eres tú? —les digo acercándome a los barrotes y apoyando mis manos en el metal oxidado.

—Daniel —lo piensa un poco antes de decirme su apellido—. Daniel Bernard.

—Bien, ya que todos nos conocemos ahora —interviene Salvatore de forma sarcástica en la conversación—. ¿Por qué?

—¿Por qué, qué? —aunque sé su pregunta, quiero que lo admita; que admita que lo está sospechando.

—¿Por qué lo entregaste?

—Oh, verás Salvatore, el perro puede morder la mano que lo alimenta si esta empieza a pegarle. Edgardo sabía cómo mover sus hilos; me lo enseñó más de una vez, y mientras más lo hacía, más aprendía sus movimientos y podía predecir cuál era su próxima decisión.

Asiente, pero no está convencido; él quiere saber algo más y creo saber lo que es.

—¿Cómo hiciste para que esta carta llegara a mis manos?

—Muy fácil, ves esa cámara —la señalo—. Esa cámara está monitoreada, pero no por tus hombres, sino por los míos.




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