En una de las granjas que abastecen al pequeño pueblo de Leos, cerca de los bosques septentrionales que protegían el hermoso paisaje, los primeros atisbos del amanecer comenzaban a recorrer las ventanas. Unos finísimos rayos de sol anaranjados que se abrían hueco entre los árboles buscaban la luz de los farolillos aún encendidos de la noche anterior.
Había sido una noche de lluvia y, como manda la tradición, todas las casas colgaban farolillos en la entrada con los nombres de los que vivían bajo ese techo en señal de protección y buen augurio. El olor a madera mojada impregnaba mi nariz mientras me despertaba.
“Tendría que ir a revisar cómo están los animales”, pensé cuando conseguí abrir los ojos y enfocar la habitación. Ahora mismo no era la gran cosa. Antiguamente había sido una granja impresionante, con un techo curvo, como las alas de un fénix que se elevaban hacia el cielo, y paredes de madera de los cerezos del bosque, talladas con intrincadas figuras que a madre le hacían feliz: flores de loto, estrellas, dragones, seres del Velo…
Madre había crecido en el Sur y cuando llegó aquí con padre se enamoró del folklore norteño. El aroma a incienso y té siempre impregnaba el aire, mezclados con el canto de los pájaros y el sonido del agua que fluía por el canal de bambú. Sin embargo, ahora tan sólo quedaban algunos restos de aquella época, recuerdos casi olvidados.
Las brillantes maderas de cerezo habían perdido su brillo, la humedad había curvado su esbelta figura, y las constantes lluvias habían acabado por hacer mella en un tejado cuyas reparaciones no nos eran posibles asumir, confinándonos en un par de estancias útiles que utilizamos como dormitorio, una cocina y poco más.
No teníamos mucho dinero después de que nuestro padre desapareciera en el mar hace unos años en una travesía hacia el centro del continente. Ahora solo quedamos madre, Aish, mi hermano pequeño y yo.
Tenía el cuerpo entumecido y dolorido de trabajo, pero no podía permitirme estar perdiendo el tiempo en la cama. Tenía un nuevo día de trabajo por delante. Me coloqué una faja roja que usaba padre para el frío mañanero, unos pantalones oscuros supuestamente holgados pero que me quedaban pequeños (debía ser cosa del estirón del último año, pero no habíamos tenido dinero para comprar unos nuevos sin prescindir de cosas más útiles), y una camisa de algodón que madre pudo tejer hace unos inviernos.
Preparándome para salir, eché una mirada a mi hermano que aún dormía plácidamente. Envidiaba que tuviera la suerte de ser el pequeño y poder dormir lo que quisiera. Aish era un estudioso; madre solía invertir los escasos ahorros de la granja en su educación.
—Algún día será alguien importante, Shai. Tendrá un buen trabajo y nos ayudará desde la capital. — solía decir madre.
Yo habría preferido usar esos ahorros para comprar mejor comida o ropa, pero no podía discutir con ella. Desde lo de padre se encerró en sí misma y no piensa más que en que Aish se marche de la ciudad. Un futuro mejor para él. Un futuro que yo nunca podría tener. Encerrado en este pueblo, cuidando de madre… Ya quedaba poco. En otoño, Aish cumpliría catorce años y sería lo suficientemente mayor para poder trabajar como aprendiz de algún artificiero, médico o quizá mercader que pasase por el pueblo. Mientras tanto, yo debía seguir ocupándome del trabajo duro.
Me coloqué un sombrero de paja para el sol y salí a por mis herramientas.
—Madre aún está durmiendo. Aprovecharé a ir a por leña para el desayuno mientras tanto. —Susurré para mí mismo.
En la puerta de la casa seguía colgado el farolillo de la familia. Eso era una buena señal. A lo lejos se podía ver el pueblo de Leos, perdido entre los pliegues del valle. El mar estaba tranquilo, de un color oscuro. Los barcos, diminutas manchas oscuras, aún seguían en el puerto. Al menos había sido una tormenta tranquila esta vez. Con suerte, no habría que hacer reparaciones en casa.
Recogí el farolillo y un escalofrío recorrió mi espalda cuando me fijé en la grieta que atravesaba uno de los laterales. El nombre de la familia estaba destrozado. Durante la tormenta, alguna piedra tuvo que salir volando y chocar contra él, nada más.
—Esta estúpida superstición no es más que una tontería —dije arrojando el farolillo al suelo—. Cuando padre desapareció, el farolillo estaba intacto y aun así… —Se me hizo un nudo en la garganta. ¿Era posible que una nueva desgracia estuviera rondándonos? No quería ni pensar en ello.
Recogí el farolillo y lo metí en la casa. Madre lo arreglaría. No era más que una estúpida superstición y una mera coincidencia. Era de lo más lógico que durante una tormenta se pudiera romper un farolillo hecho de tela, por muy místico o sagrado que fuese.
Volví a salir y esta vez, sin más distracciones, recogí mi hacha, la cesta de la leña, que podía atarse a la espalda, y me dispuse a caminar hacia el bosque.
El canto de los pájaros se mezclaba con el sonido de los animales de la granja despertándose, creando una sinfonía de paz y armonía que sólo podía alcanzarse en la certidumbre de la vida simple y sencilla de un granjero. Mientras caminaba, comprobé por encima que las vallas y corrales estuvieran enteros. Me fijé en que no hubiéramos perdido a otro miembro de nuestro menguante rebaño. Algo que no era de extrañar dadas las circunstancias. Nuestra casa estaba cerca del bosque y un animal atrapado en su corral siempre es una presa fácil para un depredador avispado que sepa aprovecharse de la desgracia de un pobre granjero.