Comencé a caminar en dirección al oscuro árbol que cubría todo el pueblo de Leos. No estaba seguro de lo que estaba haciendo. Algo en mi interior me decía que aquel árbol era importante y que debía reunirme con él. Por un momento, todos mis temores y preocupaciones se esfumaron. No había dolor ni confusión. No sentía absolutamente nada. A medida que me acercaba al misterioso árbol la realidad se deshilachaba más y más. Caminaba sumido en un profundo trance, ignorando los cada vez más constantes temblores y sacudidas del suelo a mis pies. Solo estábamos aquel árbol, los rítmicos martilleos que acompañaban los temblores y yo, que en contra de cualquier sentido común, no hacía más que avanzar en su dirección.
Algo en mi interior se revolvía frente a aquella idea. Quería que parase. Lo notaba luchar por mi atención pero era incapaz de hacerle caso. La magnífica vista que tenía ante mí eclipsaba todo lo demás. Un magnífico árbol blanco que crecía hacía el cielo coronando el pueblo con unas frondosas ramas doradas de las que brotaban frutas de radiantes colores. Decenas de seres brillantes recorrían las calles sonriendo y jugando. Todo el pueblo resplandecía. Las casas, las calles… Todo estaba hecho de un brillante color blanco con bellísimos tonos dorados. Un angelical coro de voces cantaba alegre en dirección al árbol y todo el pueblo resplandecía. Quería unirme a ellos. Cantar su canción y dejar atrás todo lo demás. Parecía el paraíso.
—¡Shai! ¡Despierta! —gritó algo con vehemencia cerca de mí.
—¿Qué? ¿Dónde estoy? —pregunté confuso mientras volvía en mí.
—Nada de esto es real. ¡Céntrate! —me urgió la voz. — Hay que darse prisa y largarse de aquí.
No me había parado a pensar en ello hasta ahora, pero llevaba escuchando aquella voz desde que desperté en el bosque. Sonaba ansiosa. Llena de energía. Aunque siempre estaba gritando y dándome órdenes, no notaba ninguna malicia en su tono de voz. Más bien parecía impaciente. Como un niño pequeño. “¿Era acaso real o serían imaginaciones mías?”
—¡Shai! No es momento de ponerse a pensar. Te ayudaré, pero esto me cansa mucho.
Noté un fuerte dolor en el pecho, como si un puño invisible hubiera estrujado mi corazón. Abrí los ojos de golpe y caí al suelo por el súbito dolor. Un amenazante frío comenzaba a trepar por mis piernas mientras perdía mis fuerzas. De nuevo me encontraba agotado. El cuerpo me pesaba y apenas era capaz de moverme. Respiraba con dificultad. Estaba a punto de desmayarme cuando un pequeño atisbo de calor llegó a mis manos. La sensación era diferente, pero algo en mi interior sabía lo que tenía que hacer. Como la vez anterior con el apra, tiré de ese calor, lo atraje hacía mí para devorarlo. En cuanto se soltó, el calor recorrió mi cuerpo. Llenándome de energía y aclarando todos mis sentidos.
Volví a abrir los ojos, pero ante mí no tenía el hermoso pueblo que había visto unos momentos antes.
Un silencio opresivo se cernía sobre los restos de Leos, ahogados por la sombra del árbol gigante. Sus ramas, como tentáculos negros, se extendían hacia el cielo, ocultando el sol y sumiendo al pueblo en una penumbra perpetua. Las hojas, de un negro tan intenso que parecía absorber la luz, susurraban entre sí con un sonido áspero y metálico.
Sus raíces brotaban por numerosas grietas que cubrían el suelo, como serpientes negras que se retuercen entre los restos, absorbiendo el oscuro líquido que llenaba las calles. Una marea espesa y viscosa que burbujeaba en torno a las podridas y carcomidas casas.
En el aire, cargado de un olor nauseabundo a descomposición, se mezclaban el sonido del goteo constante y el gorgoteo de las raíces al tragarse su alimento. Parecía que estuvieran masticando carne cruda, un sonido húmedo y pegajoso que recordaba a una esponja retorciéndose con fuerza y escupiendo agua estancada. Las raíces bebían con avidez, arrastrando todo lo que se encontraba a su alrededor, independientemente de que fuera aquel pantanoso líquido, escombros o los pálidos restos en descomposición de algún cuerpo que estaba cerca.
La escena era apocalíptica. Un pueblo fantasma, devorado por la oscuridad, la muerte y la destrucción. Un árbol gigante que cubría la luz, como símbolo de la desolación y la desesperanza, se alzaba triunfal sobre un reino de tinieblas.
Allá donde mirase, solo veía muerte en un mar negro. Se me revolvía el estómago. Quería largarme de allí, echarme a correr y alejarme de aquella estampa, pero mis piernas estaban sumergidas en un cenagal. Un ojo vítreo emergió a mi lado junto a los restos de una cara descompuesta.
—¡Joder! — exclamé sobresaltado.
Del susto, perdí el equilibrio y caí de espaldas. En un instante, me hundí en aquel fango espeso y pegajoso. Notaba su hambre, similar a la que yo mismo había sentido hacía unos momentos. Sentía cómo se colaba por mi ropa, como buscaba entrar dentro de mí. Intenté respirar, pero solo conseguía tragar bocanadas de lodo. La desesperación me ahogaba mientras luchaba por mover mis brazos, que se sentían pesados atrapados en el lodo.
Tras un instante de pánico, fui escupido de nuevo a la superficie. “¿Qué diablos? ¿Quién me ha sacado?”, pensé con nerviosismo. Necesitaba respirar. Comencé a toser ansioso. Notaba el fango cubriendo toda mi garganta, secándose en mi interior. Guiado por el miedo, conseguí vomitar aquella sustancia de mi interior y llenar mis pulmones.
—¿Dónde estás? ¡Muéstrate! —grité como un loco—. Sé que estás aquí. ¿Me has sacado del fango y ahora te ocultas?