CASTEL.
¿Alguna vez has tenido la sensación esperanzadora de que tu vida está a punto de cambiar?
¿Has levantado la vista al cielo y al mirar las estrellas te ha dado la impresión de que todo a partir de ese momento mejoraría? ¿Qué lo malo en tu vida sería compensado con cosas maravillosas?
Bueno, pues eso no me sucedió a mí.
Al menos no la parte linda.
Claro que tenía esperanza en que mi vida dejara de ser un asco.
Claro que tuve la impresión de que algo bueno sucedería.
Y por supuesto que algo ocurrió esa noche, pero eso solo desencadenaría una tragedia tras otra, que terminarían por dejar mi vida hecha un desastre. Aunque bueno, no todo fue absolutamente malo.
Todo inició con un robo. Específicamente, el de una caja, y para que te hagas una idea sobre mí, empezaré diciéndote que era un ladrón.
No te daré excusas de por qué hacía aquello. Algo como:
"Era la única manera en la que podía sobrevivir".
o
"Alguien me obligaba a hacerlo"
Porque, la verdad era, que robaba porque me gustaba. Me divertía la idea de la persecución. La adrenalina subiendo por mi cuerpo, el aire golpeando mi rostro y sacudiendo mi cabello, y el hormigueo en mis talones cuando estaban a punto de atraparme. Ni siquiera lo hacía por el dinero o las joyas, simplemente necesitaba algo que le diera sentido a mi vida. Alguna emoción que ocupara el espacio en mi pecho, ese que se suponía tendría que estar lleno.
Claro que yo no deseaba ser uno de esos maleantes que se aprovechaban de todo el mundo, por lo que, me había autoimpuesto un par de reglas. Limitaciones para no acabar como el villano de la historia.
He aquí las cuatro más importantes:
Regla núm.1. Jamás dañar de forma física a ninguna persona durante el proceso. (Lo mejor era evitar siempre las peleas, sobre todo si, como yo, eras malísimo para defenderte).
Regla núm.2. No robar a nadie que lo necesitara más.
Usualmente, solía robar en la zona de gente adinerada. (Sí, aquellos cuya ropa valía más que mi vida y que portaban joyas con las que podrían alimentar a todo un país, si decidieran venderlas)
Regla núm. 3. No involucrarme ni robarle a la gente del palacio.
No es que tuviera algún aprecio por ellos y por eso me abstuviera de robarles sus pertenencias, pero mi nombre ya era algo conocido y había un par de carteles con mi rostro, esparcidos por las calles que rodeaban el castillo. Y si bien era muy rápido y astuto, eso no sería suficiente para librarme fácilmente de todo el ejército de Bedland.
Regla núm. 4. No robar bajo órdenes de alguien más. (Esa fue la primera de varias reglas que rompí).
No es que en realidad quisiera hacerlo, pero me vi envuelto en circunstancias complicadas, que al final me empujaron a ceder. Ni siquiera se podría considerar un robo como tal, solo tenía que recoger un paquete que alguien más ya había hurtado y llevarlo a un sitio específico.
Tengo que admitir que una parte de mí, sentía curiosidad por saber lo que había dentro de esa caja. Sobre todo porque el hombre que me encomendó el paquete me había exigido no abrirlo por ningún motivo y me recompensaría con 40,000 unidades. Esas dos razones me bastaron para saber que aquello valía demasiado.
Así que ahí estaba yo, esa noche, observando cómo la plaza frente a mí se despejaba lentamente, dejándome el camino libre de miradas curiosas y posibles obstrucciones. Caminaba de forma relajada, intentando no llamar la atención. Aún tenía treinta minutos para ir hasta el muelle y hacer la entrega.
Llegué a la iglesia sin ninguna dificultad, aunque, al entrar, mi vista tardó unos segundos en acoplarse. El sitio estaba iluminado únicamente por pequeñas velas y un par de sirios a los costados del atrio. El lugar estaba vacío, por lo que el silencio era abrumador, al punto en el que podía escuchar de forma inquietante mi respiración.
Con rapidez, me dirigí hasta las bancas. No tenía idea de en cuál de todas ellas se encontraría el paquete. El hombre no me había dado demasiados detalles, así que tuve que observar detenidamente. Todas parecían vacías, resaltando así el forro de terciopelo rojo que las cubría.
Finalmente, llegué a la mitad de las hileras y, justo en la esquina de uno de los asientos de madera, logré ver aquella caja marrón. Era más pequeña de lo que imaginaba, medía menos de 30 centímetros y tenía algunos hoyos esparcidos alrededor, cosa que en su momento me resultó extraña.
Decidido y con la curiosidad al límite, la tomé entre mis manos. Ni siquiera era pesada. Voltee rápidamente y miré alrededor, solo para asegurarme de que seguía solo en la iglesia.
Intenté abrirla, pero un sentimiento extraño se posó en mi estómago. Estaba nervioso y eso no solía pasarme. Yo nunca dudaba al hurtar cosas y romper la ley, (al menos no después de tantos años dedicándome a eso), pero en ese instante me sentí indeciso.
Las campanas sonaron marcando la hora. Ya solo tenía 15 minutos para llegar, era momento de decidir si vería lo que estaba adentro y lo robaría o si, por el contrario, seguiría con el plan inicial y lo entregaría en el muelle.
Agité la caja suavemente en un intento por adivinar lo que estaba en el interior, pero al hacerlo, un pequeño sonido me sobresaltó.
¿Acaso había sido un quejido?
Nervioso, volví a verificar que nadie me estuviera observando y desvié la vista hacia la entrada.
― Hola, ¿hay alguien ahí?
Una voz somnolienta se escuchó cerca del lugar donde me encontraba. Rápidamente, empecé a caminar dispuesto a marcharme, (estaba comenzando a asustarme), pero la misma voz se volvió a oír.
―Ey, necesito salir de aquí.
Aterrado, aventé la caja. Aquel sonido provenía del artefacto.
No podía creer lo que estaba escuchando. Tenía que ser una alucinación o una broma.
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Editado: 19.06.2025