El ladrón y el príncipe sapo.

CAPÍTULO TRECE. BAJO LAS LUCIÉRNAGAS. Parte II.

OSSIAN.

—No tenía idea de que fueras un romántico —se burló Castel y solo entrecerré los ojos.

La verdad era que, desde muy niño, mi madre se había encargado de pedirle a todas mis cuidadoras que leyeran libros de romance para mí. Esperaba que de esa forma yo pudiera aprender algo que beneficiara mis relaciones futuras, y el hechizo se rompiera con mucha más facilidad.

La realidad fue que, aunque yo amaba esas historias, no había forma de que pudiera aplicar todo lo que sucedía en ellas, a mis citas. Yo era malísimo para los poemas, las conversaciones en caminatas románticas se me daban fatal, y aunque mi letra en realidad era buena, mi redacción dejaba mucho que desear, por lo que enviar cartas no era una opción muy atractiva. Aun así, la idea de ser romántico no era algo que rechazaba del todo.

—Es que tú siempre piensas lo peor de mí — respondí con falso tono de enojo—. Pero respondiendo a tu pregunta —dije y comencé a decir todo lo que se cruzó por mi cabeza —, solo quiero encontrar a alguien que vea más allá de lo que todo el mundo supone de mí, solo por ser parte de la realeza. Alguien a quien escuchar y que me escuche. Con quién poder reír, y hablar de las cosas que se nos ocurran. Alguien a quien amar y que me quiera de regreso. Y que, incluso si logra sacarme de mis casillas, yo esté tan perdido por esa persona, que busque la forma de seguir a su lado. De que solo me vea a mí, y de encontrar cualquier pretexto, por más tonto que sea, para que podamos estar juntos, solo los dos...

Me detuve al instante al analizar lo que estaba diciendo. Miré a Castel y fue como si algo en mi vida de repente tuviera sentido. Como si al fin comprendiera esa necesidad de querer estar a su lado. El porqué no me importaba la forma en que él se dirigía hacía mí, y en esa inquietante sensación que aparecía en mi estómago cada vez que lo observaba. El porqué, instantes atrás, incluso estando bailando con una de las mujeres más bellas que había conocido, reparé aún más en su ausencia y lo había seguido hasta ese lugar.

En cómo mi corazón latía de manera tan intensa al tenerlo frente a mí, y la distancia entre nosotros de repente resultaba ser un problema, porque si me acercaba solo un poco más...

—¿Qué sucede?—dijo Castel, sacándome del trance en el que me encontraba.

—Es que —empecé a hablar, sin poder ocultar mi nerviosismo—. Acabo de comprender algo—, no pude evitar decir

—¿Qué cosa?—volvió a preguntar confundido.

Algo pasaba conmigo, y el ambiente que yo mismo había preparado, no ayudaba a que pensara de forma más clara.

Quería decirle lo que había descubierto. Lo que estaba sintiendo en ese momento. Quería que supiera que me había dado cuenta del porqué nunca habían funcionado mis relaciones anteriores, qué entendía, cuál era el patrón al que Tiberia se refería. Que el problema no era yo, ni las demás chicas. El problema es que nunca había considerado que podría gustarme un hombre.

—Algo que Tiberia me dijo—respondí, sintiendo cómo el temor subía por mi garganta.

—¿Y eso es?—cuestionó con inquietud, y pasó un mechón de su cabello café, tras su oreja, pues había caído sobre uno de sus ojos.

Aquello me puso aún más nervioso y recordé la vez, que había observado su rostro y pensado en lo bonitos que eran sus ojos, y esa noche, bajo la luz de las luciérnagas, solo podía volver a pensar en lo mismo.

—Que me...

—Con que aquí estaban —interrumpió una voz—, y ambos nos sobresaltamos. En cuanto la rubia se percató de la posición en la que nos encontrábamos, nos miró con asombro y después su expresión pasó a una avergonzada. —Lo siento —dijo nerviosa—. No era mi intención interrumpir —Dina comenzó a caminar hacia donde había venido

—¿Por qué te disculpas, solo estábamos conversando?—respondió Castel con confusión, mientras se paraba.

Yo aún permanecía en mi lugar. Solo había alcanzado a sentarme.

La voz de la rubia había sido un golpe de realidad.

No podía creer que había estado a punto de decirle a Castel, que quizás me gustaba, y que por un instante consideré que era la persona que tanto había buscado. Si Dina no hubiese interrumpido, probablemente todo habría acabado mal. Castel me hubiese tachado de raro y alejado de él al instante.

Tenía que ordenar mis pensamientos. Quizás la situación en la que nos encontrábamos había causado confusión en mi interior. Tal vez estaba tan desesperado por romper el hechizo, que cada vez pensaba las cosas con menos claridad.

Intenté justificar todos los puntos que antes había considerado, pero ¿qué excusa podía dar, si una parte de mí, se sentía decepcionada de no haberle confesado a Castel todo lo que sentía en ese momento? Si no podía dejar de repetir una y otra vez su imagen, y no podía sacar de mi cabeza, que si solo alguno de los dos se hubiese movido un par de centímetros, algo más habría ocurrido.

Dina parecía querer debatir, pero al desviar su mirada hacia mí, y ver lo que seguramente era una expresión difícil de comprender en mi rostro. Se relajó y volvió a acercarse hasta donde estaba.

—¿Está bien, alteza?—cuestionó tendiéndome su mano, para ayudar a pararme.

—Sí—respondí con torpeza—. Ya lo dijo él, solo conversábamos —sonreí lo mejor que pude—. Debería volver a la fogata, está haciendo frío. — Gracias, chicos —dije y comencé a caminar hacia donde los demás se encontraban.

—¿Por qué nos da las gracias?—escuché susurrar a Dina con confusión.

—No creo que nos hablara a nosotros, al menos no esa parte. Seguramente estaba agradeciéndole a las luciérnagas —respondió Castel.

Dina le cuestionó algo más, pero ya no fui capaz de escucharlo, pues ya me encontraba bastante lejos.

Volví a sentarme junto a Dante, quien estaba recargado de Cupido. Ambos parecían bastante ebrios, pues apenas y podían mantener los ojos abiertos.

Vladimir me miró apenas un segundo con desprecio y después desvió su mirada hacia el fuego.




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