El ladrón y el príncipe sapo.

CAPÍTULO CATORCE. LA INCÓMODA VERDAD.

CASTEL.

Una vez que Ossian se alejó de donde nos encontrábamos, las luciérnagas se dispersaron y todo se sumió en la oscuridad. Ya ni siquiera la luz de la luna alcanzaba a iluminar esa zona.

—¿Qué ocurre entre ustedes dos?—interrogó Dina, aumentando mi confusión.

—No entiendo a qué te refieres con eso. Ya te dije que conversábamos —la miré con el ceño fruncido.

—¿Acostados en el césped, mientras un montón de luciérnagas los alumbraban y se veían a los ojos?—cuestionó, levantando una de sus delgadas cejas.

—Ossian suele pedirle ese tipo de favores extraños a los animales y lo demás son cosas que cualquier persona haría, y eso no significa que algo estuviera pasando entre nosotros—me defendí, con intención de regresar con todos los demás.

—Cualquier persona, pero no tú —debatió la rubia y me detuvo—. ¿Desde cuándo te interesa mantener una conversación con otra persona?

—También converso contigo—le recordé.

—Sí, pero solo para burlarnos de los ebrios o decir estupideces —respondió con ironía—. Además, todos sabemos que incluso sin el príncipe podrías infiltrarte al castillo para lo que sea que pretendes hacer.

—¿A qué quieres llegar con todo esto?—pregunté sin ánimos de seguir conversando.

—Él te importa, ¿cierto?—cuestionó y no pude evitar resoplar.

—No seas ridícula, Dina—respondí con rapidez.

—¿Por qué te asusta tanto admitirlo?—preguntó con expresión seria.

—No me asusta admitir nada —mentí ofendido—. Solo no le encuentro sentido a tus palabras. Ossian y yo no somos nada. Pronto cada uno seguirá su camino, y apuesto a que después de eso ninguno se acordará del tiempo que pasamos juntos.

—¿Acaso nunca has visto cómo te mira?—preguntó la rubia con incredulidad.

—¿De forma despectiva?—cuestioné sarcásticamente, pues aquella plática comenzaba a ponerme ansioso.

—Siente algo por ti —Esta vez me reí con más fuerza.

—¿Ossian? El mismo tipo que ha salido con casi todas las chicas del reino y que está comprometido con la futura reina de Bedland ¿Cuánto bebiste?—pregunté incrédulo, mientras fingía analizar su rostro—. Además, te recuerdo que ambos somos hombres.

—El amor a veces es incomprensible. Solo tenemos una vida Cas, ¿por qué tendría que importarnos de quién nos enamoramos? ¿Qué más da si es hombre o mujer? Si alguien te gusta, no creo que haya forma de evitarlo —dijo, mientras me observaba a los ojos con detenimiento.

A pesar de no comprender por qué de repente Dina me decía todo eso. Sabía que tenía razón. A mí nunca me había parecido extraño que existieran relaciones entre personas del mismo sexo. De hecho, el amor era un tema tan poco relevante en mi vida, que me daba igual la forma en que los demás se relacionaban.

—Somos de mundos diferentes, Dina. Ni siquiera tiene caso pensarlo. Algo así jamás sucederá— respondí y finalmente me alejé de ahí.

Cuando llegué a la fogata, todos ya se encontraban durmiendo, a excepción de Vladimir.

Ossian se había recostado cerca del fuego.

Observé su rostro por apenas un segundo, y desvié la mirada. Dina se equivocaba, no había forma de que alguien como él creyera buena idea sentir algo por mí. Y en definitiva, yo no estaba hecho para las relaciones románticas.

Ossian no me importaba, y la molestosa rapidez con la que latía mi corazón, no me haría pensar lo contrario.

(...)

Por la mañana todos desayunamos en silencio. La mitad tenía resaca y el resto parecíamos estar siendo absorbidos por nuestros pensamientos.

El resto del camino fue rápido. Antes del mediodía ya nos encontrábamos de nuevo en el bar de Dina.

Ningún otro seguidor del hombre de los huesos apareció durante el trayecto. Tampoco nos topamos con guardias de Bedland, lo que fue un alivio porque hubiese sido demasiado complicado explicar por qué el heredero de Lypantopia iba en la parte trasera de una carreta, acompañado de un buscado ladrón, un ex contrabandista con pésimo carácter, dos músicos ebrios y una chica que no era su prometida.

En cuanto entramos al lugar, Dina soltó un suspiro de resignación. Como usualmente sucedía, el Gatito de oro estaba hecho un desastre. Los días en los que había estado ausente, Silban, otro de los miembros de la banda, se había hecho cargo de atender el bar, pero sin duda no había considerado la limpieza como una de las tareas.

—Nos vemos en la noche —dijo el joven entregándole las llaves del lugar a la rubia y esta asintió aun sin poder apartar la vista del desastre.

—Gracias, Silban —respondió casi en un susurro.

—Bueno, nosotros también deberíamos irnos —habló Cupido—. Por la noche debemos reunirnos con el resto de la banda —dijo y Dante, asintió.

—Ey, chicos —los llamé antes de que salieran—. Gracias por toda la ayuda —dije con sinceridad— y ambos me observaron.

—¿A quién molestaríamos si tú mueres, Cas?—bromeó Dante

—Ya lo dijo el viejo—, se rio Cupido y ambos finalmente salieron de lugar.

—¿Necesitas ayuda aquí?—preguntó Vladimir acercándose a la chica, y Dina finalmente salió de su desconcierto.

—Tranquilo, Vlad, ve a descansar, yo me encargo de esto —respondió con sinceridad.

—¿Segura?—preguntó el hombre y Dina asintió.

—Sí, necesito que la voz estrella de mi negocio esté en condiciones para cantar por la noche —respondió y le sonrió.

Vladimir asintió sin debatir, y después se volteó hacia mí. Parecía querer decirme algo, pero al final solo soltó uno de sus usuales gruñidos y caminó hacia la puerta.

—No creas que no pensaba darte las gracias —lo alcancé y me paré frente a él—. No puedo ignorar los esfuerzos de mi mejor amigo.

El hombre me miró con seriedad, pero al darse cuenta de que aún le obstruía la entrada, dejó escapar un suspiro de cansancio.

—Ya no hagas más estupideces—dijo únicamente.

Y sabiendo que no obtendría nada más de él, me eché a un lado.




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