El ladrón y el príncipe sapo.

CAPÍTULO VEINTIOCHO. EL HOMBRE DE LOS HUESOS.

OSSIAN.

Habían transcurrido casi tres días desde el ataque del hombre de los huesos. Desde entonces, el ejército de ambos reinos había estado al pendiente por si decidía regresar para cumplir con sus amenazas. Tanto los soldados de capas azules como los de magenta, se turnaban para hacer rondas por todo el castillo y las calles del reino. La prioridad era, evitar un ataque sorpresa que pudiera provocar más bajas. Ninguno sabía realmente de lo que Os, era capaz, por eso habíamos tomado la decisión de actuar primero.

Me dirigía lentamente hacia la zona trasera del castillo de Bedland, sitio donde se encontraba la arena abandonada. Antiguamente, ahí se solían llevar a cabo los juicios por combate, y espectáculos salvajes con el fin de entretener a los miembros de la realeza.

En cuanto ingresé, observé el lugar. Los muchos asientos de madera, esparcidos por el lugar circular, el par de puertas por las que solían salir los peleadores, la zona exclusiva para los asistentes más importantes. Todo se veía desgastado, y la naturaleza se encargaba poco a poco de cubrir el sitio con musgo, pasto y largas enredaderas. Había dos accesos para poder entrar a la arena, pero uno de ellos estaba completamente sellado, el otro era por el que yo había ingresado.

Tomé el pequeño cuarzo que colgaba en mi pecho, sabía que al retirarlo, Os sería capaz de rastrearme, debido a la daga de hueso que llevaba oculta, pero no teníamos más opción. Finalmente, me quité el collar y rogué por qué nuestro plan funcionara y el hechicero se presentara.

Pasaron un par de minutos y nada pareció cambiar. Continué observando el único acceso por el que el hombre de los huesos podía ingresar, pero no había rastro de él.

De repente, sentí un terrible escalofrío. La temperatura comenzó a bajar, y un conocido olor a muerte se hizo presente. Con rapidez me giré, y me topé con Os, quien me miraba fijamente. De una forma que, aunque no era amenazante, sí que intimidaba. Lucía igual que la última vez que lo había visto, solo que, daba la impresión de que el maquillaje en su cara se agrietaba cada vez más.

Os, se encontraba sentado sobre un montón de huesos, y parecía seguir con detenimiento cada uno de mis movimientos.

—Veo que la muerte del ladrón no fue en vano. Al final no fue tan insignificante como yo pensaba, pero sí bastante estúpido —habló con tranquilidad, al percatarse de que ya no llevaba el anillo en mi mano.

—Ni siquiera te atrevas a hablar de él—respondí con enojo, apretando ambos puños.

—El pequeño príncipe ha dejado de tener miedo— se burló Os—. No fuiste capaz de defenderte la primera vez, y por eso el ladrón murió, así que no creas que esta vez será diferente. No solo voy a llevarte conmigo, también te torturaré de una forma tan lenta y dolorosa que al final tus padres terminarán suplicándome porque acabe con tu sufrimiento y solo lo haré a cambio de su reino, pero mientras tanto, empezaré con todos los soldados que están escondidos y que tú trajiste a morir.

Al decir eso, los caballeros decidieron salir y atacar. Todos desenfundaron sus espadas con la esperanza de poder acabar con Os; sin embargo, este se levantó con rapidez de donde se encontraba. Empuñó su daga de hueso, y moviéndose a través de la tierra, logró acabar con muchos de ellos.

El hombre de los huesos los tomaba por sorpresa, logrando herirlos en el cuello y rostro, pues eran los lugares menos protegidos por sus armaduras. Los soldados giraban asustados, intentando prevenir por dónde atacaría Os, pero para cuando querían reaccionar ya se encontraban heridos.

A pesar de su gran agilidad, el hombre de los huesos no parecía ser muy aficionado a pelear, por lo que, en cuanto logró deshacer la formación de los caballeros, optó por usar su bastón y atacarlos a distancia. Lanzándolos con una fuerza descomunal que los dejaba aturdidos o inconscientes en el suelo.

Os volteo a mirarme. Sabía que el plan era solo distraerlo, para que Castel pudiera deshacerse del contenedor de almas, pero aun así, desenfundé el arma de hueso que llevaba conmigo, no obstante antes de que alguno de los dos pudiera atacar mi padre decidió intervenir y apuntó a Os con su espada, mientras lo veía con enojo.

—¿En serio? ¿Otra vez, Octavio?—cuestionó Os con fastidio—. Tus armas son inútiles contra mí, creí que ya había quedado claro.

El hombre de los huesos terminó por acortar la distancia que había entre mi padre y él, y sostuvo fuertemente la espada. No pareció importarle que esta le hiciera daño.

De un momento a otro, el arma de acero, comenzó a cubrirse de unas terroríficas llamas verdes, y mi padre la soltó al instante, con un gesto adolorido.

—Tontos, todos vinieron a morir por su cuenta —se burló Os—. Tal parece que planean seguir al ladr...

Su discurso fue interrumpido por un abrupto puñetazo en el rostro. No pude evitar abrir la boca debido al asombro, pues ni siquiera yo me había percatado del momento en el que Vladimir había llegado hasta nosotros.

Os retrocedió desconcertado, al darse cuenta de que el hombre de los tatuajes parecía dispuesto a seguir atacando.

Lo miró sin poder ocultar su rabia y tuvo que escupir, pues la sangre se había acumulado en su boca.

—No eres digno de hablar de ninguno de mis amigos—soltó Vladimir con seriedad y Os pareció incluso más enojado.

—Todos ustedes van a arrepentirse —respondió Os, mientras limpiaba los rastros de sangre con la manga de su saco.

En un rápido movimiento levantó su bastón y apuntó a Vladimir con el; sin embargo, el efecto que causó en el más alto, fue menor al que provocó cuando lo utilizó en los soldados. Vladimir apenas retrocedió un metro, y permaneció de pie, aun con el rostro inexpresivo.

—Qué pérdida de energía —dijo Os con irritación, y al darse cuenta de que más soldados pretendían atacarlo, sacó su daga de hueso y presionó el pequeño botón rojo que estaba incrustado en el mango.




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