—Quién eres —preguntó ella, sin bajar la daga.
Él sonrió apenas, aunque la tristeza que llevaba en la mirada hacía imposible que aquella sonrisa fuera real.
—Un exiliado. Pero puedes llamarme Kael.
La grieta detrás del muro pulsó con violencia. Lysandra sintió un tirón en el pecho, como si el latido extraño hubiese saltado a su cuerpo. La pared estalló y una criatura de sombras emergió con un chillido agudo.
Lysandra se lanzó al ataque. Kael la siguió sin dudar.
Fue como si hubiesen entrenado juntos toda la vida. Se movían con una sincronía imposible: cuando uno avanzaba, el otro cubría; cuando ella saltaba, él desviaba; cuando él bloqueaba, ella atacaba.
Al destruir la criatura, un residuo de oscuridad quedó suspendido en el aire. El ruido del pulso volvió, más fuerte. Lysandra sintió un mareo.
Kael cayó de rodillas, llevándose una mano al pecho.
—Mi mundo está muriendo —susurró—. Y yo… con él.
Ella dudó, después se acercó para sostenerlo. Su piel estaba caliente, como si tuviera fuego bajo la piel.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó.
Él levantó la vista. Sus ojos brillaban con un fulgor plateado.
—Porque ese latido que escuchas… es el mío. Y tú eres la única que puede estabilizarlo.
La ciudad vibró a su alrededor, como si hubiese escuchado aquella confesión.
Lysandra no sabía si debía soltarlo… o aferrarse más fuerte.