El salto a través de la grieta fue como atravesar una tormenta de fuego y hielo. Lysandra sintió cómo su cuerpo se estiraba y comprimía al mismo tiempo, como si cada célula fuese separada y unida de nuevo. Kael apretó su mano con fuerza; incluso en medio del caos, su pulso seguía sincronizado con el de ella.
Cuando finalmente cayeron, Lysandra rodó por un terreno duro. Tosió. Polvo gris se elevó a su alrededor.
El cielo no era un cielo.
Era una inmensa capa de nubes negras y grietas violetas, como si estuvieran bajo un techo roto. La luz provenía de cristales flotantes que parpadeaban como luciérnagas moribundas.
—Bienvenida… a Nivhar —susurró Kael, poniéndose de pie con dificultad.
El paisaje era desolador: bosques petrificados, montañas con cicatrices luminiscentes, lagos evaporados que dejaban charcos brillantes. Y en el aire, se escuchaba un sonido constante: un latido, grave y sostenido, como si el mundo entero estuviera respirando con dificultad.
Lysandra tragó saliva.
—Está… muriendo de verdad.
Kael asintió.
—Y si no cerramos la grieta que se abrió sobre Umbra… ambos mundos caerán.
Ella observó el horizonte. Había ruinas, torres rotas y criaturas que se escondían entre los escombros, vigilándolos.
—¿Dónde empezamos?
Kael la miró con una mezcla de alivio y temor.
—Con mi clan. Ellos saben cómo detener la fractura dimensional… o al menos sabían.
—¿Y confiarán en mí?
Él dudó.
—En mí tampoco. Pero lo intentaremos.
El viento sopló fuerte, cargado de polvo del Vacío.
Ella le tomó la mano otra vez.
—No importa lo que venga. Estoy contigo.
Kael exhaló una risa temblorosa.
—Eso es lo que más miedo me da.
Y juntos empezaron el camino hacia las ruinas del clan de Kael.