El viento del Norte siempre ha tenido un sabor a hierro y a nieve. Lo siento en la garganta, lo escucho crujir entre los pinos y lo percibo como un murmullo que me sigue desde que tengo memoria. Siempre he sabido que el Norte no es un lugar amable; es un lugar que prueba la resistencia de quienes nacen bajo su cielo gris y sus inviernos interminables. Y yo, Arien Solhar, he aprendido a ser fuerte… aunque nunca imaginé cuán ardiente podía ser esa fuerza.
La mañana comenzó como cualquier otra: el aroma del té de hierbas mezclado con el humo de las chimeneas, las primeras luces que se filtraban entre los árboles nevados y el silencio roto por el crujido de mis botas sobre la escarcha. Me movía por la pequeña aldea de Caelaris con la ligereza de alguien que ha aprendido a desaparecer, a ser necesaria pero no visible. Sanadora. Esa era mi definición, mi máscara, mi vida.
Mi madre solía decir que la magia de un sanador no estaba en las manos, sino en el corazón. Yo había tomado esa lección demasiado en serio. Hasta hoy, no había sentido en mi corazón nada que no pudiera controlar… hasta que la vi.
Al llegar al río congelado que separaba la aldea del bosque, una luz cálida, casi imposible en pleno invierno, me llamó la atención. La nieve alrededor parecía derretirse bajo un resplandor que solo yo podía ver. Una sensación punzante me recorrió la espalda, y al mirar mi brazo, el hielo de mi piel comenzó a arder en un patrón que reconocí de inmediato: la Marca del Fénix.
Era la primera vez que se mostraba tan claramente. Antes, solo había visto destellos, un brillo sutil en mis sueños o un calor que nadie más podía sentir. Ahora estaba ahí, un fuego rojo y dorado tatuado en mi piel, latiendo al compás de mi corazón. Sentí un vértigo extraño, como si el mundo entero hubiera inclinado su eje, y yo estuviera cayendo hacia un lugar desconocido, pero inevitable.
Respiré hondo, tratando de calmarme, recordando todas las lecciones de mi madre: concentración, control, silencio. Pero el fuego no obedecía. Crecía, palpaba, reclamaba algo. Y entonces entendí… esto no era solo un poder. Era un presagio.
Un presagio que llevaba siglos esperando.
Me obligué a caminar, a fingir normalidad mientras los aldeanos me miraban con curiosidad, sin entender la intensidad que quemaba bajo mi piel. Cada paso resonaba más fuerte en mis oídos, como si la tierra misma reconociera que algo en mí estaba cambiando. En el mercado, los vendedores discutían sobre la llegada de rumores de guerra en el sur. Palabras como “invasión” y “rey enemigo” flotaban en el aire, pero para mí sonaban como ecos de un destino que no podía ignorar.
Cuando llegué a la cabaña donde preparaba pociones y ungüentos, cerré la puerta y apoyé las manos sobre la mesa de madera. Mi respiración era irregular, y el fuego en mi brazo seguía latiendo con fuerza propia. Cerré los ojos y dejé que mi mente buscara calma, pero lo único que encontré fueron visiones: un hombre de ojos helados, una espada cubierta de escarcha, y un fuego que parecía reconocer su reflejo en el hielo.
Sacudí la cabeza. No podía ser… aún no lo había visto, no podía siquiera imaginarlo. Y sin embargo, sentí que su llegada estaba escrita en cada llama que ardía sobre mi piel.
El sol había desaparecido detrás de nubes densas cuando escuché un golpe en la puerta. Mi corazón se aceleró por una razón que no tenía nada que ver con miedo. Abrí con cuidado, y un viento frío me golpeó la cara, trayendo consigo el aroma de madera quemada y nieve húmeda. No había nadie. Pero el aire estaba cargado, pesado, como si algo invisible me estudiara.
Volví a cerrar la puerta, incapaz de ignorar la sensación de que ese día sería diferente. Caminé hasta el espejo de obsidiana que colgaba sobre la chimenea y observé mi reflejo. La Marca del Fénix brillaba intensamente, como si cada línea de fuego contara una historia antigua. Susurré el nombre de mi madre, aunque ella ya no estaba para darme respuestas.
—Arien… —murmuré—, ¿qué esperas de mí?
El fuego respondió con un calor que subió por mis brazos, recordándome que no había elección. Que mi vida, mi destino y todo lo que conocía estaban a punto de cambiar. Y en lo más profundo de mí, una certeza surgió, pura y absoluta: no estaba sola. Nunca lo había estado.
Cerré los ojos de nuevo, y esta vez la visión fue más clara. El hombre de ojos helados estaba frente a mí, a kilómetros de distancia, pero de alguna manera podía sentir su mirada atravesando el mundo. Y en ese instante, supe que nuestras vidas estaban destinadas a encontrarse, como dos polos opuestos condenados a unirse, a encenderse y cambiarlo todo.
Me arrodillé junto a la mesa, respirando con dificultad. El fuego se calmó un poco, pero no desapareció. Y mientras la noche caía sobre Caelaris, entendí que este era solo el principio. Algo más grande que mi aldea, más grande que yo misma, había comenzado a moverse.
Con manos temblorosas, preparé las pociones de la noche, dejando que el acto mecánico me anclara a la realidad. Cada mezcla de hierbas y cristales parecía resonar con la energía que ardía dentro de mí. La magia estaba viva, pulsando en el aire, en el agua, en la madera de mis herramientas. Y aunque trataba de concentrarme en el presente, sabía que mi mente estaba atrapada entre lo que era y lo que estaba por venir.
Me senté frente a la ventana, observando cómo la nieve caía en silenciosas cortinas blancas, y por primera vez sentí el peso de la profecía que había heredado sin siquiera saberlo. “El fuego que ame al hielo…” Las palabras resonaron en mi mente, un mantra que no podía ignorar. Cada chispa de la Marca, cada calor que me recorría el brazo, me recordaba que mi vida estaba atada a un destino que iba más allá de mi comprensión.
El silencio de la noche fue roto por un grito lejano, el eco de algo que yo no podía ver pero que sabía que se acercaba. Una mezcla de miedo y anticipación me recorrió la columna vertebral. Sabía que pronto tendría que abandonar la seguridad de mi rutina, que pronto todo lo que conocía se transformaría. Y, sin embargo, no sentí terror. Solo una extraña emoción que me hizo sonreír entre susurros: