El amanecer nunca había sido tan silencioso. El viento del Norte todavía arrastraba el frío a través de la aldea, pero había algo distinto en su roce: un zumbido tenue que parecía emanar de mí misma. No era miedo, ni ansiedad. Era expectación, y la expectación se sentía como un fuego que se extendía por mis venas.
Me vestí con cuidado, dejando que la capa gruesa de lana cubriera la Marca del Fénix, aunque sabía que no bastaría. El fuego que habitaba en mi piel ya no era solo un secreto; estaba vivo, y parecía decidido a recordarme que mi vida había cambiado. Cada paso que daba hacia el bosque cercano me hacía sentir la electricidad de la magia que vibraba en el aire. Como si la tierra misma supiera que algo estaba por suceder.
El río helado reflejaba la luz de un sol tímido, y por un momento me quedé contemplando mi reflejo. La Marca brillaba débilmente bajo la capa, un recordatorio de que yo no era una simple sanadora. No lo había sido nunca. Y ahora, cada latido de mi corazón parecía sincronizado con un destino que no podía ignorar.
—Arien… —susurré, aunque nadie estuviera cerca—. ¿Qué quieres de mí?
El bosque respondió con el sonido del viento entre los árboles, crujidos suaves y el eco distante de un animal que corría. Pero había algo más. Un aroma que no había olido antes, una mezcla de nieve húmeda, hierro y una frialdad que calaba los huesos. Me detuve, respirando con cuidado, y el zumbido aumentó.
Era él.
No lo conocía, y sin embargo, cada fibra de mi ser lo reconocía. Mis manos se tensaron, y sentí cómo la Marca del Fénix ardía más fuerte, dibujando líneas de fuego que parecían buscar algo… o a alguien.
—No puede ser… —murmuré, la voz temblando—.
No había advertencias, ni gritos. Solo la certeza de que algo extraordinario estaba frente a mí, incluso antes de verlo. Mis pies se movieron por impulso, acercándome a la curva del río donde la nieve estaba ligeramente derretida. Y allí estaba él: un hombre de ojos helados, de cabello oscuro que contrastaba con la pálida luz del amanecer. Su respiración formaba nubes que flotaban hacia el cielo, y la herida en su brazo derecho sangraba lentamente, pero él no parecía notarlo. Su mirada estaba fija en algún punto más allá de mí, como si estuviera viendo lo que yo apenas comenzaba a comprender.
—¿Quién…? —mi voz apenas fue un susurro—.
Él giró la cabeza, y el contacto visual fue como chocar contra un muro de hielo. Sentí un escalofrío recorrer mi espalda, pero no era miedo. Era algo más profundo, un reconocimiento que iba más allá de la razón.
—Arien… —dijo su voz, grave, casi un murmullo que parecía salir de dentro de mí misma—. Sabía que vendrías.
Di un paso atrás, sorprendida. ¿Cómo podía conocer mi nombre? Y, sin embargo, algo en mí le creyó sin dudar. El fuego dentro de mí no solo ardía; latía, danzaba, como si quisiera abrazar la frialdad que emanaba de él.
—No… no sé quién eres —dije, intentando mantener la compostura, aunque mi corazón golpeaba con fuerza contra mis costillas—. ¿Qué eres?
—Alguien que… no debería estar aquí —replicó con un hilo de voz, y por un instante su expresión se quebró, mostrando vulnerabilidad bajo la coraza de hielo que lo cubría—. Pero supongo que ya no importa.
El aire se cargó de tensión, y la nieve alrededor comenzó a crujir bajo el calor que emanaba de mí. La Marca del Fénix se expandió, formando un halo de luz que hacía brillar mis ojos y calentar mis manos. Él dio un paso hacia atrás, inconscientemente protegido por el hielo que rodeaba su brazo herido, pero sus ojos seguían fijos en mí, como si cada centímetro de su ser estuviera absorbiendo cada chispa de fuego que salía de mi piel.
—Debo… debo ayudarte —dije, aunque sentí un temblor en mi voz—. No puedo dejar que… sufras.
—No necesito tu ayuda —respondió, con firmeza, pero no sin un dejo de duda—. No puedes detener lo que viene.
La certeza de sus palabras me hizo estremecerme. “Lo que viene”. ¿De qué hablaba? La profecía, la Marca… todo parecía converger en este instante, y no podía evitar sentir que nuestras vidas ya no eran nuestras.
Avancé un paso más, extendiendo la mano. Él la miró, y durante un momento, el tiempo pareció detenerse. El fuego y el hielo se rozaron, no físicamente, sino en una corriente invisible que nos unió instantáneamente. Un estremecimiento recorrió mi cuerpo, y un calor desconocido me subió por la columna vertebral, como si todo mi ser supiera que este encuentro era inevitable.
—Tú… eres el Hijo del Invierno —susurré sin pensarlo, y la frase salió de mi boca antes de que pudiera detenerla.
Sus ojos se abrieron con sorpresa, y la tensión en su cuerpo disminuyó apenas un instante. —¿Cómo…? —dijo, con un hilo de incredulidad—. Nadie… nadie ha dicho mi nombre en años.
—Lo siento… —murmuré, bajando la mano—. No sé cómo lo supe. Solo lo sentí.
Un silencio pesado llenó el espacio entre nosotros. Los árboles parecían contener la respiración, y la nieve se asentaba en un manto inalterado alrededor del río. No había enemigos, ni aldeanos, ni armas. Solo nosotros y la certeza de que el fuego y el hielo se habían encontrado por primera vez en siglos.
Finalmente, él dio un paso hacia mí, aunque con cautela. —El fuego… lo siento —dijo, y un suspiro se escapó de sus labios—. No debería… pero lo siento.
Mi corazón se aceleró, y el fuego en mi piel respondió con una intensidad que me dejó sin aliento. —No tienes que… —intenté decir, pero mis palabras se desvanecieron ante la fuerza que surgía entre nosotros.
Fue entonces cuando entendí algo que había estado temiendo desde el amanecer: esto no era solo un encuentro. Era el inicio de algo más grande, más antiguo y más poderoso de lo que jamás había imaginado. El fuego y el hielo no podían coexistir sin consecuencias, y sin embargo… ahí estábamos, fusionando nuestras fuerzas sin tocar realmente nuestras manos.
Un rugido distante quebró el silencio. No era humano; era algo más, algo que me hizo retroceder. Kael instintivamente levantó la mano, y un aura helada se extendió a nuestro alrededor, protegiéndonos de la amenaza que se acercaba. El peligro era real, pero no me importó tanto como la sensación de estar junto a él, sintiendo su fuerza y su vulnerabilidad al mismo tiempo.