El latido del Fénix

Capitulo 3: Llamas que no se Apagan

El amanecer había llegado sin previo aviso, tiñendo la nieve con tonos rosados y dorados que no lograban calentar la fría aldea de Caelaris. Aún así, algo dentro de mí se sentía distinto. No era solo el fuego que ardía bajo mi piel, sino la certeza de que nada volvería a ser igual. El viento del Norte golpeaba las ventanas de la cabaña, recordándome con cada ráfaga que mi vida ya no me pertenecía.

Kael dormía en silencio a mi lado, su respiración constante pero marcada por un ritmo tan rígido como el hielo que lo rodeaba. La primera vez que lo vi, pensé que su frialdad sería un muro imposible de atravesar, pero ahora, después de nuestra primera noche juntos, entendí que detrás de ese hielo había una vulnerabilidad que nadie más podía percibir. Y aunque no lo admitiera en voz alta, una parte de mí estaba fascinada, aterrada y atraída a la vez.

Me levanté con cuidado, sin querer despertarlo, y me dirigí a la ventana. La nieve crujía bajo mis botas mientras la aldea comenzaba a despertar: los campesinos se apresuraban a encender fuego, preparar el desayuno y revisar los establos. Todo parecía normal, como si el mundo no supiera que un fuego antiguo había despertado dentro de mí.

Sin embargo, yo sí lo sabía. Y no podía ignorarlo.

Apoyé la mano en el cristal frío y sentí un ardor familiar recorrer mi brazo. La Marca del Fénix brillaba tenuemente bajo la capa de piel que la cubría, como un recordatorio constante de que mi destino estaba atado a algo más grande que yo. Respiré hondo y cerré los ojos, tratando de calmarme. Siempre había creído que podía controlar mi poder, pero cada vez que Kael estaba cerca, cada vez que su hielo rozaba mi fuego, la chispa se intensificaba. Era como si nuestro encuentro hubiera despertado algo que había estado dormido durante siglos.

—Arien… —la voz de Kael me sacó de mis pensamientos. Lo vi sentarse lentamente, frotándose los ojos—. No sabía si dormir sería posible después de… ayer.

—Yo tampoco —admití, con una sonrisa tímida—. Pero necesitamos prepararnos. La aldea debe saber lo que ha ocurrido.

Kael frunció el ceño. —No todos estarán listos para entender… ni siquiera nosotros.

—Entonces tendremos que enseñarlos —respondí, aunque sentí un nudo en la garganta—. Si descubren lo que soy y lo que eres… podrían intentar detenernos. O matarnos.

El silencio cayó entre nosotros, pesado, lleno de pensamientos no dichos. Por primera vez, sentí la verdad de lo que significaba nuestra unión: fuego y hielo juntos no solo podían desafiar la profecía, sino que también podían desafiar la paciencia y los temores de quienes no comprendían.

—Kael —dije finalmente, con voz baja pero firme—, necesito que confíes en mí. Si vamos a sobrevivir… si vamos a cumplir con lo que nos espera, debemos aprender a apoyarnos.

Él me miró, y por un instante, su expresión fue tan abierta que casi temí que desapareciera. Luego asintió lentamente. —Lo haré. Pero hay algo que debes saber sobre mí… algo que no puedo ocultarte por más tiempo.

Mi corazón se aceleró. Sabía que hablaría de la maldición que lo mantenía vivo, la que le impedía sentir amor sin riesgo de morir. —Dime —susurré, aunque una parte de mí temía la verdad.

Kael respiró hondo, como si cada palabra fuera un peso que había estado cargando por siglos. —Si llego a enamorarme… si siento amor verdadero, moriré. No es una amenaza, ni una advertencia… es la maldición que heredé con mi linaje.

El mundo pareció detenerse. La nieve dejó de caer, el viento dejó de soplar, y solo existía él, su voz y la terrible certeza de lo que acababa de confesar. Por un instante, quise retroceder, alejarme, protegerme del dolor que inevitablemente vendría. Pero en lugar de eso, un calor intenso subió por mis brazos, encendiendo la Marca del Fénix como nunca antes.

—Entonces… eso significa que… —mi voz se quebró ligeramente—, esto que siento por ti… es peligroso.

—Sí —admitió Kael, con tristeza en los ojos—. Pero también es inevitable. Lo siento, Arien… aunque quisiera que no fuera así.

El peso de sus palabras me atravesó, pero algo dentro de mí respondió con fuerza. Sabía que no podía retroceder, no podía negar lo que mi corazón y mi fuego sentían. —Si es inevitable —dije, tomando su mano con cuidado—, entonces lo enfrentaremos juntos.

Kael me miró con sorpresa, y por primera vez, vi una chispa de esperanza en su expresión. —Juntos… —repitió, como si pronunciar esa palabra lo liberara de un peso que había llevado durante años.

Asentí, y el fuego de mi Marca pareció responder a mi decisión, expandiéndose y mezclándose con el aura helada de Kael. Fue un momento extraño, casi doloroso de lo intenso que era, pero al mismo tiempo hermoso. Por un instante, comprendí lo que significaba amar sin miedo, incluso cuando el riesgo era la propia vida.

—Pero primero —dije, soltando un suspiro—, debemos enfrentar a mi aldea. No todos entenderán lo que eres ni lo que soy. Algunos podrían querer destruirme por el fuego que llevo dentro… o a ti por el hielo que te rodea.

Kael asintió. —Lo sé. Y aunque me duela, debo confiar en que tu gente verá lo que somos capaces de hacer juntos.

Salimos de la cabaña juntos, y la aldea parecía dormir aún, ignorante de que algo había cambiado para siempre. Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que la realidad nos golpeara de frente. Un grupo de aldeanos se acercó, visiblemente alarmados al ver la Marca del Fénix en mi brazo y la presencia de Kael.

—¡Arien! —gritó la anciana sanadora, una mujer que había sido mi mentora desde niña—. ¿Qué has hecho? ¿Qué es ese fuego en tu piel?

—No es… no es peligroso —intenté explicar, pero la intensidad de la Marca del Fénix hacía que mis palabras sonaran vacías frente al miedo en sus ojos—. Yo… solo necesito controlar esto.

—Controlarlo… —repitió otra mujer, más joven, con un cuchillo en la mano—. ¡Esto es brujería! ¡Un signo de los dioses que no podemos permitir!




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