El Latido Salvaje

Capítulo 11: Intervención Divina ¿o no?

Lyra, transformada en una loba negra imponente, saltó hacia Amara con una velocidad asombrosa, las fauces abiertas, mostrando unos colmillos capaces de desgarrar carne y hueso. Era un ataque letal, preciso, inevitable. Amara, paralizada por el miedo, un miedo instintivo y primario, solo atinó a cerrar los ojos, esperando el impacto, el dolor, el final…

Que nunca llegó.

En cambio, escuchó un golpe sordo, seguido de un gemido de dolor, un quejido ahogado y lastimero, y un ruido extraño, metálico, como de… ¿una campana desafinada? ¿Un choque de metales?

Abrió los ojos, cautelosamente, y lo que vio la dejó sin palabras, boquiabierta, parpadeando incrédula, preguntándose si no estaría soñando, o si el golpe se lo habría llevado ella.

Lyra, la formidable loba guerrera, la asesina implacable, yacía en el suelo, inconsciente, gimiendo levemente, con los ojos en blanco. Y sobre ella, o más bien, encima de ella, en una postura que desafiaba toda lógica, toda gravedad y toda explicación racional, había… una monja.

Una monja, de no más de sesenta años, vestida con un hábito tradicional, negro y blanco, con una cofia blanca almidonada que enmarcaba un rostro arrugado, pero enérgico, lleno de determinación, y un rosario de madera que colgaba de su cintura, balanceándose peligrosamente con cada uno de sus movimientos. Y en su mano derecha, empuñaba, con firmeza, con autoridad, con una convicción inquebrantable, una sartén de hierro fundido, visiblemente abollada, como si la hubiera usado en más de una ocasión. Y no precisamente para cocinar.

La monja, que a pesar de su edad y su apariencia aparentemente frágil, irradiaba una energía sorprendente, una fuerza interior, una presencia que la hacía parecer mucho más grande, mucho más imponente, de lo que era, miró a Amara con una mezcla de reproche y… ¿diversión? ¿Indignación? Era difícil de decir.

—¿Se puede saber qué haces aquí, niña? —preguntó, con voz firme y un marcado acento italiano, que añadía un toque aún más surrealista a la escena, como si fuera un personaje sacado de una película—. ¿Acaso no sabes que es peligroso andar sola por el bosque a estas horas? ¡Y con estos animales salvajes sueltos! ¡Podrían haberte hecho daño! ¡Mucho daño!

Amara, aún aturdida por la rápida sucesión de eventos –el ataque inminente, la aparición milagrosa, el golpe con la sartén, la monja justiciera–, solo pudo balbucear, incapaz de articular una frase coherente:

—Yo… yo… estaba… buscando…

—¡Silencio! —la interrumpió la monja, agitando la sartén a modo de advertencia, como si fuera una batuta de director de orquesta dirigiendo una sinfonía de caos, o un arma letal lista para ser usada de nuevo—. ¡No me interrumpas! ¡Estoy hablando yo! ¡Y no tolero la mala educación! ¡Ni la imprudencia!

Se giró hacia Caelan y Darian, que observaban la escena con una mezcla de asombro, incredulidad y, en el caso de Darian, una leve, muy leve, casi imperceptible, sonrisa reprimida. Casi.

—¡Y vosotros! —exclamó la monja, señalándolos con la sartén, como si fueran niños traviesos atrapados con las manos en la masa—. ¡Debería daros vergüenza! ¡Atacar a una pobre chica indefensa! ¡Sois unos… unos… delincuentes! ¡Unos salvajes! ¡Unos… cafres! ¡Unos… sinvergüenzas!

Caelan, que hasta ese momento había estado paralizado por la sorpresa, reaccionó, intentando recuperar algo de compostura, algo de su dignidad de alfa.

—Señora, no es lo que parece… —comenzó a decir, con voz cautelosa, intentando mantener la calma, pero la monja lo interrumpió, implacable, como una fuerza de la naturaleza.

—¡No me llames "señora"! —exclamó, con indignación, como si ese fuera el peor de los insultos, la mayor de las ofensas—. ¡Soy Sor Emilia! ¡Y no me vengas con excusas! ¡Lo he visto todo con mis propios ojos! ¡He visto cómo esa… esa bestia— Señaló a Lyra, todavía inconsciente, con la sartén, como si fuera una prueba irrefutable de su culpabilidad—… iba a atacar a esta pobre niña! ¡Y vosotros, sin hacer nada!

—Hermana, por favor… —intentó intervenir Darian, con cautela, dando un paso adelante, intentando razonar con ella—. Déjeme explicarle… Somos…

—¡Tú cállate! —le espetó Sor Emilia, fulminándolo con la mirada, una mirada que podría congelar el infierno—. ¡Que contigo hablaré luego! ¡Ya verás cuando le cuente a la Madre Superiora lo que has hecho! ¡Y lo que no has hecho! ¡Te vas a enterar! ¡Vagabundo!

Darian, el imponente Beta de la manada Lunaris, un hombre lobo capaz de enfrentarse a cualquier enemigo, a cualquier amenaza, palideció visiblemente, y dio un paso atrás, como si temiera un sartenazo, o peor aún, la ira de la Madre Superiora.

—Pero… yo no he hecho nada… —murmuró, con voz apenas audible, casi infantil.

—¡Silencio! —repitió Sor Emilia, con más fuerza, con más autoridad—. ¡Aquí la única que habla soy yo! ¡Y ya he dicho suficiente!

Y, volviéndose hacia Amara, que seguía observando la escena con la boca abierta, incapaz de procesar lo que estaba pasando, sintiéndose como en medio de una comedia surrealista, añadió, con un tono un poco más suave, pero aún firme:

—Y tú, niña, ven conmigo. Te llevaré a un lugar seguro. Y luego, me explicarás qué haces aquí, y por qué estos… desalmados te estaban persiguiendo. Y, sobre todo, me dirás quién eres, y por qué tienes ese aroma tan… peculiar. Tan… familiar.




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