La figura que se recortaba contra la luz de la luna era alta y delgada, vestida con ropa oscura y con el rostro oculto por una capucha. Pero había algo en su postura, en su forma de moverse, que a Amara le resultaba vagamente familiar, a pesar de que su rostro se mantenía en penumbras.
—Tú… —dijo Sor Emilia, con voz llena de un odio que Amara nunca habría esperado de una monja, ni siquiera de una tan peculiar como ella—. ¿Qué haces aquí, Silas?
El hombre, Silas, se quitó la capucha, revelando un rostro afilado y anguloso, con una barba corta y unos ojos fríos y penetrantes, de un color gris acero. Una cicatriz le cruzaba el labio superior, dándole un aspecto siniestro.
—Vaya, vaya, Sor Emilia —dijo Silas, con una sonrisa sarcástica—. Veo que sigues viva. Y con compañía.
Su mirada se posó en Amara, y sus ojos brillaron con un destello de… ¿reconocimiento? ¿Interés?
—¿Quién es esta? —preguntó, con voz suave pero amenazante—. ¿Otra de tus protegidas?
—No te incumbe —respondió Sor Emilia, con firmeza, interponiéndose entre Silas y Amara—. Lárgate de aquí. No eres bienvenido.
Silas soltó una risita.
—Siempre tan hospitalaria, Sor Emilia —dijo—. Pero me temo que no me iré hasta que consiga lo que he venido a buscar.
—¿Y qué es lo que has venido a buscar? —preguntó la monja, desafiante, levantando la sartén como si fuera un arma letal.
—A ella —respondió Silas, señalando a Amara con un dedo—. A la Lunaris.
Amara sintió que la sangre se le helaba en las venas. ¿Cómo sabía él sobre eso? ¿Quién era ese hombre?
—No te la llevarás —dijo Sor Emilia, con voz firme—. No mientras yo esté aquí para impedirlo.
—No me hagas reír, vieja —dijo Silas, con desprecio—. ¿Qué vas a hacer tú contra mí? ¿Golpearme con tu sartén?
—Si es necesario, sí —respondió Sor Emilia, sin inmutarse—. Y créeme, Silas, no querrás probar mi puntería.
Silas sonrió, una sonrisa cruel y confiada.
—Eres valiente, Sor Emilia —dijo—. Lo admito. Pero también eres estúpida. Crees que puedes detenerme, pero estás muy equivocada.
—Ya veremos quién se equivoca —dijo la monja, con determinación—. Ahora, lárgate. Antes de que te arrepientas.
Silas la miró fijamente durante un largo rato, como si estuviera sopesando sus opciones. Luego, su mirada se volvió hacia Amara, y una expresión de… ¿codicia? … cruzó por su rostro.
—Esto no ha terminado, Sor Emilia —dijo, finalmente—. Volveré. Y cuando lo haga, me llevaré a la chica. Cueste lo que cueste.
Y con esas palabras, se dio la vuelta y desapareció en la oscuridad del bosque, tan rápido y silenciosamente como había llegado.
Sor Emilia permaneció inmóvil durante unos segundos, con la sartén en alto, como si esperara un nuevo ataque. Luego, lentamente, bajó el arma y se giró hacia Amara, con una expresión de preocupación en el rostro.
—¿Estás bien, niña? —preguntó.
Amara asintió, aunque su cuerpo temblaba como una hoja.
—¿Quién… quién era ese hombre? —preguntó, con voz temblorosa.
—Silas Blackwood —respondió Sor Emilia, con voz sombría—. Un cazador. Uno de los más peligrosos. Y uno de los más antiguos enemigos de mi familia.
—¿Cazador? —repitió Amara, confundida—. ¿Cazador de… hombres lobo?
Sor Emilia asintió.
—Sí, niña —dijo—. Un cazador de hombres lobo. Y un hombre sin escrúpulos, dispuesto a todo para conseguir lo que quiere. Incluyendo… matar.
Amara sintió un escalofrío. La situación era aún más peligrosa de lo que había imaginado. No solo estaba atrapada en medio de una guerra entre hombres lobo, sino que ahora también era el objetivo de un cazador.
—¿Y… y por qué me quiere a mí? —preguntó—. ¿Por qué me llama Lunaris?
Sor Emilia suspiró.
—Porque sabe lo que eres, niña —dijo—. Sabe del poder que tienes. Y quiere usar ese poder para sus propios fines.
—Pero… yo no tengo ningún poder —dijo Amara—. Soy solo una humana.
—No, Amara —dijo Sor Emilia, con voz suave pero firme—. No eres solo una humana. Eres mucho más que eso. Eres una Lunaris. Y tu destino… está ligado al de este bosque, al de esta manada, y al de ese joven alfa que te ha estado protegiendo. Aunque él no lo sepa del todo.
—Kalen… —susurró Amara, sintiendo que el corazón le daba un vuelco—. ¿Usted… usted lo conoce?
—Lo conozco, niña —respondió Sor Emilia—. Lo conozco desde que nació. Y conozco su historia. Su pasado. Sus secretos.
—¿Y… y me los contará? —preguntó Amara, sintiendo que la esperanza renacía en su interior.
Sor Emilia la miró fijamente, y por un instante, Amara vio una chispa de duda en sus ojos.
—No lo sé, niña —dijo finalmente—. No lo sé. Hay cosas que es mejor no saber. Hay secretos que es mejor dejar enterrados.
—Pero… yo necesito saberlo —insistió Amara—. Necesito entender. Necesito… necesito saber si puedo confiar en él.