Amara siguió a Sor Emilia al interior de la capilla, un espacio que desafiaba cualquier expectativa. Lejos de la imagen fría y austera que uno asocia con un lugar de culto, esta capilla era un refugio cálido, casi vivo. Las antiguas paredes de piedra, cubiertas de tapices descoloridos pero llenos de historia, parecían susurrar secretos al viento. Velas, estratégicamente colocadas, proyectaban sombras danzarinas, creando una atmósfera a la vez mística y acogedora. Y en lugar de un altar tradicional, una gran mesa de madera rústica, rodeada de sillas dispares, ocupaba el centro del espacio, como si invitara a la conversación, a la confidencia, a la revelación.
—Siéntate, niña —dijo Sor Emilia, señalando una silla de respaldo alto, tallada con símbolos que Amara no reconocía, pero que le resultaban extrañamente familiares—. Y bebe tu té. Te ayudará a calmarte. Y a… abrir tu mente. A escuchar.
Amara obedeció, sintiendo una mezcla de alivio por estar a salvo (temporalmente) y una creciente inquietud por lo que estaba por venir. Se sentó en la silla, que resultó ser sorprendentemente cómoda, y tomó un sorbo del té humeante que la monja le había servido. El sabor, aunque peculiar, una mezcla de hierbas, flores y algo más… ¿terroso?… era reconfortante.
—¿Quién era ese hombre? —preguntó Amara, finalmente, rompiendo el silencio, dejando la taza sobre la mesa—. ¿Y por qué me llamó Lunaris? ¿Qué significa?
Sor Emilia suspiró, como si el peso de siglos de historia, de secretos guardados, cayera sobre sus hombros. Se sentó frente a Amara, en una silla más pequeña pero igualmente antigua, y la miró con una intensidad que la hizo sentir desnuda, expuesta.
—Silas Blackwood —respondió, con voz grave, casi un susurro—. Un cazador. Uno de los más antiguos y peligrosos enemigos de los lobos de este bosque. Y de… otras criaturas. De aquellos que protegemos este lugar.
—¿Otros seres? —repitió Amara, confundida, sintiendo que la realidad se volvía cada vez más extraña, más… fantástica—. ¿Criaturas? ¿A qué se refiere?
Sor Emilia sonrió, una sonrisa enigmática, que no revelaba nada, pero que, al mismo tiempo, lo insinuaba todo.
—Este bosque, niña, el Bosque de Silverwood, es un lugar especial —dijo, con voz suave pero cargada de significado—. Un lugar antiguo. Un lugar donde las leyendas cobran vida. Donde la magia… existe. Donde lo imposible… es posible. Y donde conviven, no siempre en paz, no siempre en armonía, diferentes… seres. Diferentes… especies.
Amara la miró, sin saber si creer lo que estaba escuchando, si tomarla por loca, o si… aceptar la posibilidad de que todo fuera cierto.
—¿Está… está hablando de hombres lobo? —preguntó, con cautela, con un hilo de voz, sintiendo que el corazón le latía con fuerza en el pecho.
Sor Emilia sonrió, confirmando sus sospechas.
—Entre otras cosas, sí —respondió—. Entre otras muchas cosas. Pero tú, niña, tú eres diferente. Tú no eres una simple humana. Tú eres una Lunaris.
—¿Y qué significa eso? —preguntó Amara, sintiendo que la confusión se mezclaba con una extraña… ¿emoción?
—Significa que perteneces a un antiguo linaje —dijo Sor Emilia, con voz solemne—. Un linaje de mujeres… conectadas a la luna. A la naturaleza. A la magia. A la tierra. Un linaje de mujeres… poderosas.
—¿Magia? —repitió Amara, incrédula, sintiendo que la cabeza le daba vueltas—. ¿Está diciendo que… que tengo poderes? ¿Que soy… una bruja?
Sor Emilia soltó una risita, una risita cálida y tranquilizadora.
—No exactamente, niña —respondió—. No eres una bruja, al menos no en el sentido tradicional. Eres… algo más. Algo diferente. Eres una guardiana. Una protectora. Una heredera.
—¿Heredera de qué? —preguntó Amara.
—De un legado, niña —dijo Sor Emilia—. De un poder. De una responsabilidad.
—¿Y por qué Silas me quiere a mí? —preguntó Amara—. ¿Qué quiere de mí?
—Quiere tu poder, niña —respondió Sor Emilia, con voz grave—. Quiere tu Esencia de Luna. Quiere usarla para… para sus propios fines. Fines que, te aseguro, no son nada buenos. Fines que pondrían en peligro no solo a los lobos, sino a todo este bosque. A todo este mundo.
—¿Y… y cómo sabe él todo esto? —preguntó Amara—. ¿Cómo sabe quién soy?
Sor Emilia la miró fijamente, con una expresión que Amara no supo interpretar.
—Los cazadores tienen sus métodos, niña —respondió—. Sus espías. Sus informantes. Sus… rituales. Y Silas… Silas es muy astuto. Muy paciente. Y muy peligroso. Ha estado… esperando este momento durante mucho tiempo.
—¿Y usted… usted cómo lo sabe? —preguntó Amara—. ¿Cómo sabe todo esto sobre mí? ¿Sobre los hombres lobo? ¿Sobre… la magia? ¿Sobre los cazadores?
Sor Emilia sonrió, una sonrisa que, por primera vez, no le resultó del todo tranquilizadora.
—Digamos que… tengo mis propias fuentes —respondió, con voz enigmática—. Y que este bosque… me ha enseñado muchas cosas a lo largo de los años. Muchas verdades.
—¿Es… es usted una bruja? —preguntó Amara, con un hilo de voz, sintiendo que la pregunta, por absurda que pareciera, era necesaria.
Sor Emilia soltó una risita.