Amara, encerrada en el estrecho y oscuro cuartucho, contuvo el aliento, intentando controlar el temblor de su cuerpo. El corazón le latía con tanta fuerza que temía que pudieran oírlo desde fuera. Podía escuchar las voces, amortiguadas por la pared, pero claras y amenazantes.
—Sor Emilia… ¿dónde estás? Tenemos que hablar —dijo la voz, fría y cruel, que Amara reconoció al instante como la de Silas Blackwood.
—Sé que estás aquí, vieja bruja —continuó Silas—. Y sé que ella está contigo. No puedes esconderla para siempre.
Silencio. Un silencio tenso, expectante, que se prolongó durante varios segundos, que a Amara le parecieron una eternidad.
—Sal de una vez, Sor Emilia —dijo Silas, con voz más fuerte, más impaciente—. Y entrega a la chica. No tienes escapatoria.
Otro silencio. Y luego, la voz de Sor Emilia, firme y desafiante, resonó en la capilla.
—Nunca —dijo—. Nunca te la entregaré.
—No me obligues a usar la fuerza, vieja —dijo Silas, con voz amenazante—. Sabes que no me temblará la mano.
—Y tú sabes que yo no temo a la muerte, Silas —respondió Sor Emilia, con voz tranquila—. He vivido mucho tiempo. Y he visto muchas cosas. Y sé que tú… tú no eres invencible.
—¿Ah, no? —dijo Silas, con una risa sarcástica—. ¿Y quién va a detenerme? ¿Tú? ¿Con tu sartén?
Amara, a pesar del miedo, sintió una punzada de admiración por la valentía de Sor Emilia.
—No subestimes el poder de una monja con una sartén, Silas —dijo Sor Emilia, con voz firme—. Y, sobre todo, no subestimes el poder de la fe.
—La fe no te salvará, vieja —dijo Silas, con desprecio—. Ni a ti, ni a la chica.
—Ya lo veremos —respondió Sor Emilia—. Ya lo veremos.
Un nuevo silencio. Más largo. Más tenso. Amara, aguzando el oído, pudo escuchar el sonido de pasos, de objetos que se movían, de… ¿una lucha?
—¿Dónde está? —gritó Silas, con voz furiosa—. ¡Dime dónde está!
—Nunca —respondió Sor Emilia, con voz entrecortada, pero aún desafiante.
Amara sintió un escalofrío. ¿Qué estaba pasando? ¿Estaban… torturando a Sor Emilia?
Quiso salir, quiso ayudarla, pero sabía que sería una locura. Estaba desarmada, indefensa, y no tenía ni idea de cómo enfrentarse a un cazador experimentado.
—Te lo advierto, vieja —dijo Silas, con voz amenazante—. No me hagas daño. O te arrepentirás.
—Nunca me he arrepentido de mis decisiones, Silas, tú lo sabes—respondió Sor Emilia, y Amara pudo escuchar el dolor y cansancio en su voz.
De repente, un grito, un grito de dolor, resonó en la capilla. Un grito que Amara reconoció al instante como el de Sor Emilia.
—¡No! —susurró Amara, sintiendo que el pánico la invadía por completo.
Intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave. Empujó, golpeó, gritó… pero fue inútil. Estaba atrapada.
—¡Déjala en paz! —gritó Amara, con voz desesperada, golpeando la puerta con los puños—. ¡Déjala! ¡Te lo suplico!
Pero sus palabras se perdieron en el silencio de la capilla. Un silencio que, ahora, le resultaba aún más aterrador.
—Veo que te preocupas por la vieja bruja —dijo Silas, con voz burlona, desde el otro lado de la puerta—. Eso es… interesante.
Amara se quedó paralizada. ¿La había oído?
—Sal de ahí, niña —dijo Silas, con voz suave pero amenazante—. Y quizás… quizás la deje vivir.
Amara no respondió. No sabía qué hacer. Si salía, se entregaría a Silas. Pero si se quedaba, Sor Emilia podría morir.
—No seas estúpida, niña —dijo Silas, con voz impaciente—. No tienes escapatoria. Sal de una vez, y te prometo que no te haré daño. Al menos, no demasiado.
Amara respiró hondo, intentando calmarse. Tenía que pensar. Tenía que encontrar una salida.
Y entonces, lo recordó. El té. El té que Sor Emilia le había preparado. El té que tenía propiedades… curativas. Y calmantes. Y que, según la monja, le ayudaría a… abrir su mente.
Se llevó una mano al bolsillo de su chaqueta, y sacó una pequeña bolsa de tela que Sor Emilia le había dado, discretamente, antes de encerrarla en el cuartucho.
—Úsalas cuando las necesites, niña —le había dicho la monja, con una mirada significativa—. Te ayudarán a ver con claridad. Y a recordar.
Amara abrió la bolsa, y un aroma intenso, a hierbas y flores, la envolvió. Y, en ese instante, supo lo que tenía que hacer.
Se llevó la bolsa a la nariz, e inhaló profundamente. El aroma, la esencia, la inundó por completo, despejándole la mente, agudizando sus sentidos, despertando algo en su interior.
Y entonces, lo vio.
No con los ojos, sino con la mente. Vio la capilla, vio a Silas, vio a Sor Emilia, vio… todo.
Y vio, también, una salida.
Con una determinación renovada, Amara se acercó a la pared del fondo del cuartucho, y buscó, a tientas, un punto específico. Un punto que, sabía, estaba allí.