El Escritor Arruinado
Elías había amado la literatura desde que tenía memoria, no cualquier literatura, sino aquella capaz de transformar al lector, la que nutría el alma y expandía la conciencia. Esa clase de escritura que permanecía en la mente días después de cerrar el libro, germinando ideas y cuestionamientos que cambiaban la perspectiva de quien se atrevía a sumergirse en ella.
Había quemado todos los barcos de su vida profesional con la convicción de quien apuesta todo a una sola carta. Renunció a su empleo estable como oficinista.. La decisión fue radical: dedicaría cada hora del día a su arte, a crear esa literatura que él mismo había anhelado encontrar en las estanterías.
La esperanza inicial se transformó en un peso insoportable. Cada noche, al ver a Laura regresar agotada de su segundo turno en el hospital, Elías sentía cómo su dignidad se disolvía como azúcar en agua caliente. Ella nunca reclamó, nunca lanzó reproches directos, pero sus silencios eran más elocuentes que cualquier palabra. El sonido de las llaves al abrir la puerta a las once de la noche se convirtió en el recordatorio diario de su fracaso como proveedor.
En su desesperación y la búsqueda frenética de un lector que se dignara a interactuar, a reconocer su existencia detrás de las palabras, Elías cayó en un caos creativo que lo consumía. Tenía veinte novelas comenzadas, cada una un universo diferente que exigía atención: una saga de fantasía épica con sistemas de magia complejos, un thriller psicológico ambientado en un hospital psiquiátrico, una novela histórica sobre la guerra civil, un drama familiar multigeneracional, romances oscuros que exploraban los límites del deseo y la moralidad. Además, mantenía tres obras terminadas buscando editor y otras dos concursando en diferentes plataformas.
Esta dispersión no era producto de la indisciplina, sino una respuesta directa al silencio atronador de su audiencia. Elías buscaba desesperadamente la fórmula que rompiera la indiferencia, el género exacto, el tono preciso, la combinación mágica que finalmente provocara una reacción, cualquier reacción. Saltaba de proyecto en proyecto como un científico probando hipótesis, convencido de que el siguiente experimento traería la respuesta.
Lo que Elías no comprendía aún era que el problema no estaba en su obra. El problema estaba en quienes la consumían.
II. La Tragedia de la Interacción
Su obra con mayor potencial en la plataforma se titulaba "La Maldición del CEO", una novela de Dark Romance y erotismo que había escrito en un momento de claudicación creativa, cediendo a las demandas del mercado. No era la literatura que nutría, pero había funcionado, al menos en términos de números.
La obra acumulaba más de quinientas mil lecturas, una cifra que sonaba impresionante en papel. Entre ocho mil y diez mil personas leían cada capítulo que publicaba. Si hubiera vendido esa cantidad de libros físicos, Elías estaría viviendo de su pluma cómodamente. Pero la realidad digital era brutal y despiadada.
La métrica de interacción lo confrontaba con una verdad incómoda: apenas diez a veinte votos por capítulo, y tal vez quince comentarios, la mayoría superficiales o peticiones impacientes por el siguiente episodio. Haciendo los cálculos, menos del 0.2% de sus lectores consideraba que su trabajo valía un simple clic. El otro 99.8% consumía sus palabras, las historias que había parido con esfuerzo y desvelo, y desaparecía sin dejar rastro.
Cada uno de esos lectores silenciosos disfrutaba el capítulo. Lo leían completo. Regresaban al día siguiente por más. Pero nunca, jamás, consideraban que el trabajo detrás de esas palabras merecía un reconocimiento mínimo.
Piénsalo bien: ¿cuánto tiempo te toma presionar un botón de "me gusta"? ¿Tres segundos? ¿Dos? ¿Es realmente tanto pedir después de leer veinte minutos de contenido gratuito que alguien creó para ti? ¿Después de consumir algo que te entretuvo, que te sacó del aburrimiento, que te hizo sentir algo?
Elías no estaba pidiendo dinero. No estaba pidiendo análisis literarios profundos. No estaba pidiendo que cada lector escribiera una reseña de mil palabras. Estaba pidiendo lo mínimo justo, el equivalente a un sueldo emocional: una reacción. Un simple clic que dijera "Esto que hiciste tuvo valor para mí".
Pero para la inmensa mayoría, incluso eso era demasiado.
Para colmo, cuando intentó subir algunas novelas a suscripción, buscando al menos un retorno económico mínimo que justificara las horas invertidas, varios lectores gratuitos se molestaron y reclamaron con indignación, como si Elías les hubiera robado algo que les pertenecía por derecho.
Los mensajes eran reveladores en su egoísmo: "¿Cómo te atreves a cobrar?", "Antes eras mejor, ahora solo piensas en el dinero", "Has traicionado a tus lectores reales".
"Lectores reales".
Elías leyó esa frase una y otra vez. ¿Lectores reales? ¿Los que consumían diariamente su trabajo sin dejar jamás un rastro de su existencia eran los "lectores reales"? ¿Los que exigían contenido gratuito ilimitado pero se negaban a dar un simple clic de reconocimiento eran los "reales"?
La hipocresía era asfixiante.
Imagina esto: Vas todos los días a un restaurante. El chef te prepara comida deliciosa. Te sientas, comes, disfrutas, y te vas sin pagar, sin dar las gracias, sin siquiera hacer contacto visual con el chef. Día tras día, durante meses. Y cuando finalmente el chef te pide que pagues algo, aunque sea una propina simbólica, te indignas y lo acusas de codicioso.
¿Suena absurdo? Pues eso era exactamente lo que los lectores gratuitos hacían con Elías.
No entendían, o no querían entender, que los escritores también tienen necesidades. Que también merecen un sueldo, ya sea económico o emocional. Que detrás de cada capítulo había horas de trabajo: escribir, editar, revisar, preocuparse por la coherencia, investigar, corregir errores, estructurar tramas. Todo ese trabajo invisible que el lector consume en veinte minutos y olvida instantáneamente.