Otra pesadilla.
Me desperté de golpe, con el cuerpo sudoroso y un nudo en la garganta que rozaba lo doloroso. Por suerte, esa vez no me hallaba en la misma fría oscuridad de siempre, la luz de la luna era el único foco de luz que me permitía vislumbrar las dos figuras que dormían conmigo en el coche. Solo por eso, mi respiración se tornó más tranquila. Llevaba tiempo sin sentir esa calma que me generaba la sola presencia de Ámbar y Cloe. Años atrás, cuando no suponíamos ningún peligro y nos dejaban dormir en la misma habitación, despertar y verlas durmiendo era lo único que reconfortaba mis noches plagadas de pesadillas.
Como en aquellos tiempos, eché un vistazo a Ámbar, que dormía en el asiento del piloto, y otro a Cloe, cuyo cuerpo menudo yacía encogido en los asientos de atrás. Ella había sido la primera en caer rendida, y no me extrañaba teniendo en cuenta la cantidad de emociones que habíamos tenido en un solo día.
Me concentré en los apacibles latidos que me acompañaban y superpuse su sonido al del grillar que sonaba de fondo y que entraba a través de las ventanillas abiertas del coche. Había quienes habían crecido con nanas cantadas por las noches y cuentos cuyos finales felices siempre aseguraban sueños igual de dichosos, pero yo no había tenido tales afectos. Para mí no hubo cuentos ni nanas, yo había aprendido a conciliar el sueño escuchando el latir de sus corazones. Aunque tenerlas a mi lado sanas y salvas no me había salvado de las pesadillas, siempre me había ayudado a calmar mis temores por las noches.
Aquella noche no funcionó, así que tras removerme unas cuantas veces en el asiento, decidí salir del coche para estirar las piernas. La suave brisa de verano ayudó a enfriar un poco mis mejillas, algo acaloradas a causa de la pesadilla que me había despertado. Me subí al capó del coche con cuidado de no hacer ruido y me recosté contra el parabrisas. No me di cuenta hasta ese momento de lo bonito que era el cielo aquella noche. Cuanto más observaba, más estrellas parecían surgir de entre la negrura. Habría jurado que parpadeaban desde lo alto, como si hubieran detectado la presencia de personas que llevaban tiempo sin mirarlas.
—¿Se te ha perdido algo ahí arriba?
Ámbar recibió mi media sonrisa como una invitación para sentarse a mi lado. La observé con cautela, y como habíamos aprendido a comunicarnos a través de los silencios, no tardó en interpretar el mensaje que había tras mi silencio.
—Una pesadilla.
—Pensaba que la de las pesadillas era yo.
—Todos tenemos pesadillas de vez en cuando —dijo colocando las manos sobre su regazo—. Es una pena que tu situación sea todo lo contrario. ¿Cuándo soñaste algo tranquilo por última vez?
—Hoy.
—¿Era diferente o...?
—Era el mismo sueño de siempre.
Ámbar asintió y guardó silencio. Intenté buscar algún tipo de entretenimiento entre las estrellas, pero la inquietud me superó al recordar lo cansada que había visto a Ámbar al terminar el día. Cuando me reencontré con ellas no pude cerciorarme de las leves ojeras que empezaban a oscurecer sus facciones ni de lo delgada que estaba desde la última vez que nos habíamos visto. Algo me decía que se había sobrepasado en los entrenamientos.
—¿Y... sueles tener muchas pesadillas? —pregunté con cierta prudencia.
—No más que tú.
Una respuesta que decía más que lo que callaba. Esta vez la miré, y aunque Ámbar no despegó los ojos del cielo, supe que su atención estaba completamente puesta en mí.
—¿Han sido difíciles estos siete meses para vosotras?
—Lo mismo podría preguntarte yo a ti —atisbé el movimiento que hizo su cuello al tragar saliva—. Tú has estado sola.
Su voz, que apenas fue un susurro, amenazó por romperse. Me erguí un poco y me apoyé sobre mi brazo derecho para poder volverme hacia ella. Si algo caracterizaba a Ámbar, eran sus incontrolables emociones. Ámbar decía envidiar mi talento para esconder las emociones, según ella, ser de lágrima fácil solo demostraba lo débil que era para este mundo.
Para nuestro mundo.
Aunque yo había trabajado durante años para no mostrar ningún signo de debilidad, admitía que no había nada más bonito que los ojos sinceros como los de ella. Así era Ámbar. Sensible. Sincera.
—¿Qué te hace pensar que he estado sola? Miraba tu cuaderno de dibujo todas las noches, y cuando me aburría, solo tenía que cabrear a algún guardia.
Una media sonrisa en sus labios.
—Parece que te lo has pasado bien sin nosotras.
Las dos sabíamos que había sido doloroso lo mucho que las había extrañado.
—¿Y vosotras qué tal os lo habéis pasado sin mí?
—Bien, si no cuento las rabietas que ha tenido Cloe últimamente.
—Está en esa edad, ¿eh?
Ámbar asintió divertida y yo sonreí. La serenidad de su expresión me hizo saber que Cloe había estado mejor de lo esperado, y eso significaba que la promesa que nos hicimos hace años había dado sus frutos. «Por una infancia llena de juguetes y amor», juró Ámbar mientras observaba a una Cloe pequeña durmiendo aferrada a su conejo de peluche. «Y por una adolescencia sin monstruos ni pesadillas», juré yo. La promesa quedó entre nosotras dos, Cloe no necesitaba saber cuántos sacrificios habíamos hecho para mantener intacta a esa niña de sagaces ojos azules.
—¿Te cuento un secreto? —susurró Ámbar muy cerca de mi oreja, como si no quisiera que nadie, ni la luna ni las estrellas, escucharán lo que tenía que decirme. Intercambié una mirada curiosa con ella, y después, asentí. Ámbar sonrió, y tuve la sensación de que el grillar se silenciaba, o quizá eran mis sentidos, que se sumaron en una calma imperturbable cuando escuché que decía—: Te hemos echado de menos.
Sus palabras fueron como un soplo de aire fresco. Inflaron mis pulmones y calentaron mi corazón. De repente me sentí algo somnolienta, el peso de todos los acontecimientos vividos me animó a tumbarme de nuevo sobre el parabrisas. Ámbar se acurrucó y pronto tuve su cabeza apoyada en mi hombro. Escuché como tomaba aire lentamente y casi pude leer la pregunta que rondaba por su mente y que no se atrevía a pronunciar. Tras un silencio dubitativo escuché que decía: