Tenía el cuerpo cubierto de sudor frío cuando me desperté en una habitación que parecía dar vueltas. Me erguí en la cama, soltando un gruñido áspero en cuanto noté pinchazos de dolor por todo mi cuerpo. Me llevé una mano al pecho y, concentrándome en el agradable olor a madera, intenté controlar mi respiración agitada. Algo húmedo se deslizó por mis mejillas.
Eran lágrimas. Había estado llorando.
Tenía la boca seca, como si hubiese engullido mares de arena
Aturdida, me di cuenta del lugar desconocido en el que me encontraba y entonces el horror de mi última pesadilla sembró una semilla de inquietud. No me detuve a preguntarme cómo había llegado allí ni qué había pasado antes de que me quedara dormida, necesitaba con urgencia saber dónde estaban Ámbar y Cloe, confirmar que se encontraran bien. Salí disparada de la habitación, en tres pasos recorrí un diminuto pasillo que daba a un pequeño salón. Grité sus nombres, pero no recibí respuesta. La casa estaba sumida en el silencio, a excepción del ruido de la lluvia picando contra los ventanales, que a cada segundo que pasaba me martilleaba más la cabeza, lo que quería decir que estaba entrando en pánico. Busqué por toda la casa, abrí todas las puertas, volví a gritar sus nombres. La desesperación y el miedo empezaban a arañar mis entrañas.
Recordé la sangre de Ámbar. El «plof» que hizo el cuerpo de Cloe al caer al suelo.
«Solo ha sido una pesadilla.»
Tenía la visión emborronada. Había empezado a llorar sin darme cuenta.
Me temblaban las piernas cuando abrí la puerta y bajé los escalones del porche de la cabaña. La lluvia comenzó a calarme al instante. Volví a gritar sus nombres, tan fuerte que creí haberme desgarrado las cuerdas vocales. Nadie apareció. Ninguna cabellera roja. Ningunos ojos azules.
No podían haberse ido muy lejos. Quizá lees había entrado hambre. Sí, seguramente Ámbar había vuelto a ceder y le había prometido a Cloe más comida basura. Sí, debía ser eso.
Estaba a punto de darme la vuelta cuando noté algo en el suelo. Analicé una diminuta parcela de tierra, a unos metros de la cabaña, diferente al resto, como si alguien se hubiera dedicado a cavar y después...
—Espero que puedas disculparme.
No había escuchado a nadie acercarse a mí. Me giré hacia aquella voz y encontré a una anciana frente a la fachada de la casa, resguardada bajo la techumbre del pórtico. Sus ojos verdes y añejos me analizaron cuando me acerqué a ella.
—Estoy buscando a unas amigas. ¿Has visto a dos chicas por aquí? La más pequeña se llama Cloe, tiene catorce años y es como de esta altura —indiqué colocando la mano a la altura de mi hombro—. Tiene el pelo corto. Castaño. Sí, es castaño. Y tiene los ojos azules —me castañeaban los dientes y no era por el inusual frío—. La otra chica debería estar con ella. Se llama Ámbar y tiene mi edad. Es de mi altura. Su cabello... es rojo. Es imposible olvidar una melena como la suya. Debe de haberlas visto. Estoy segura. Por favor —mi labio inferior tembló, me escocían los ojos—, dime que las has visto.
La anciana apretó los labios en una fina línea y alzó la vista al cielo. Cerró los ojos y negó con la cabeza antes de volver a mirarme.
—Lo siento mucho. Te prometo que aquí podrán descansar en paz.
—¿Descansar?
—Siento lo que les ha pasado.
—No.
—Te encontré en medio del bosque. Cuando llegué ya no había nada que pudiera hacer.
—No. No. No. No.
Las últimas imágenes que recordaba, las que había atribuido a una pesadilla, invadieron mi mente como una plaga. La sangre de Ámbar en mis manos. El dolor en sus ojos. El miedo de Cloe. Su voz temblorosa. El disparo. Y después...
Me dolían los dedos. No había sido consciente de en qué momento mi cuerpo se había movido ni de cuándo había empezado a excavar con mis propias manos la tierra. No hasta que me rompí una uña y el dolor me atravesó.
—Es imposible —jadeé, lloré, rogué—. Ellas no. No pueden estar muertas. Ellas no se irían así. No me dejarían sola.
—Tienes que escucharme.
—Devuélvemelas —exigí.
—Querida...
—¡Devuélvemelas! ¡Devuélvemelas! ¡Devuélvemelas! —No se lo estaba exigiendo, se lo estaba suplicando—. ¡Devuélvemelas! ¡Devuélvemelas! —Excavé con más fuerza, con más desesperación—. ¡Devuélvemelas!
No dijo nada más, pero sabía que estaba a mi lado. Notaba su presencia muy cerca de mí.
Continué excavando. Tenía los dedos entumecidos, los músculos de los brazos agarrotados y el pecho dolorido. Pero seguí excavando. Porque necesitaba verlo. Necesitaba comprobarlo.
No sé cuánto tiempo pasó, solo sé que seguía lloviendo cuando una forma rígida y azul asomó entre la tierra. Tuve que hacer acopio de mi valor para alargar mis manos hacia aquel dedo rígido y alejar la tierra que lo cubría. Quizá no debí haber hecho eso. Quizá no debí haber salido de la cabaña. Quizá no debí haber despertado. Quizá no debí haberlas sacado de aquel lugar, porque cuando vi el enorme lunar en la muñeca de aquella mano pequeña, un lunar en forma de corazón del que tanto había escuchado quejarse a Cloe, la pesadilla volvió a reproducirse en mi cabeza.
Había sido real.
Estaban muertas.
Cerré los ojos con fuerza, entre gritos y sollozos, y me tapé las orejas con el único objetivo de huir de aquellas imágenes y de aquellos sonidos. Pero los seguí escuchando. Las seguí viendo.
La sonrisa de Ámbar marchitándose.
El gorgoteo.
Su pánico. Su dolor. Su despedida.
Cloe llorando. Buscando mi sombra como su nuevo refugio.
Cloe pidiéndome que me levantara del suelo.
«No cambiaría estos dos días ni por miles de patatas fritas».
Un disparo.
«Plof.»
Lo reviví una y otra vez. Mientras la lluvia me calaba hasta los huesos y el sol se movía hasta esconderse en el horizonte. Aquella noche, solo la luna supo los nombres que susurré al cielo.
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