El tiempo pasa. Eso es lo único que supe durante los próximos días.
O semanas.
O meses.
Lo cierto es que no sabía cuánto tiempo había pasado desde que me había encerrado en la habitación en la que me había despertado. La mayoría del tiempo estaba en fase, era la única forma que conocía para hacer del dolor un arma menos punzante. Pero ni siquiera con esas se hacía más soportable. Así que dormí. Y el tiempo siguió pasando.
Hora tras hora.
Día tras día.
Semana tras semana.
Y aun así, tuve la sensación de que el tiempo no pasaba y de que yo me había quedado atrapada en él.
☽ ⋆* ・゚・ *⋆ ☾
Sabía que debían de haber pasado demasiados días cuando el olor a comida me hizo despertar. Estaba hambrienta, no sabía cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había comido. Seguía en fase, así que cuando acerqué mi hocico a la ranura de la puerta y olfateé los olores que se entremezclaban en el pasillo, mi estómago rugió.
Volví a mi forma humana, completamente desnuda, y sin pudor alguno, abrí la puerta de la habitación. Había una bandeja con comida en el suelo del pasillo. No escuché ruido alguna en la casa y tampoco me esmeré en saber si aquella anciana deambulaba por algún lugar de la cabaña. Arrastré la bandeja hasta el interior del cuarto y volví a cerrar la puerta.
Una vez sacié mi hambre, volví a transformarme y seguí durmiendo.
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No recordaba en qué momento había salido de la habitación, ni por qué había escogido sentarme en el sillón deshilachado que había en el diminuto salón de la cabaña. Tampoco escuché a aquella anciana acercarse a mí para colocarme una manta gruesa sobre los hombros que tapó mi desnudez. Recordaba vagamente el nombre con el que se había presentado. Se llamaba Frida.
Sentada junto al ventanal que daba al patio delantero de la cabaña, mis ojos vagaron hacia esa parcela de tierra. Ni siquiera era una tumba digna para ellas. No había lápida, ninguna inscripción con sus nombres, nada que indicara que Cloe y Ámbar habían existido. Cuanto más la miraba y más consciente era de que lo que estaba viviendo no era ninguna ensoñación, más presión notaba en mi pecho. Y aun así, no podía apartar la mirada. Estaba segura de lo que vería si me plantara delante de un espejo: ojos enrojecidos, labios secos, piel pálida y cabello desaliñado. Un fantasma de lo que un día fui, una cáscara vacía.
Acaricié la goma de pelo que rodeaba mi muñeca derecha. Había pertenecido a Cloe, pero me la regaló una vez se cortó el pelo. Ya no tenía razón de ser. Tampoco lo tenía mi larga melena. No si Ámbar ya no podría juguetear con ella.
Frida se acercó a mí en silencio y colocó una taza de té humeante en la mesita de madera que tenía delante. Se sentó en una mecedora, al otro lado de la mesita, y clavó la mirada en el bosque que nos rodeaba.
—No ha dejado de llover —su voz añeja rompió el silencio—. Parece que el cielo está de luto.
Alcé la mirada hacia el manto gris que nos cubría. No encontré satisfacción en aquel día nublado, tampoco en el frío que parecía entrar en la cabaña y que a ratos me erizaba la piel.
—Comprendo tu dolor.
«No. No tienes ni idea.»
—Este tipo de pérdidas son duelos duros.
«Yo lo he perdido todo.»
—Si dejas que una vieja como yo te dé un consejo, permíteme decirte que cerrar los ojos no te servirá de nada. Dormir y dejar que pase el tiempo no hará que el dolor desaparezca. Han pasado casi dos meses, no puedes seguir así.
«¿Solo dos meses?»
—Tienes que levantarte. Tienes que seguir adelante.
Mis labios se curvaron en una sonrisa tirante, irónica. Noté mis labios agrietados y mi boca seca cuando hablé.
—¿Seguir adelante? —Era la primera vez que le dirigía la palabra en aquellos dos meses—. ¿Crees que quiero seguir adelante? No tienes ni puta idea de lo que yo quiero.
A través del reflejo del cristal vi el destello de sorpresa en sus ojos. Sin embargo, pronto desapareció y lo único que hizo fue observarme.
—Entonces, ¿qué quieres?
«Que me las devuelvan» quería decirle. Quería viajar al pasado, al día que se me ocurrió que escapar sería un buen plan. A todas las veces que creí que era invencible. Me gustaría viajar al pasado y darme de hostias por pensar que era lo suficientemente fuerte para protegerlas, porque estaba claro que no lo era. Era una necia. Y por mi arrogancia ellas estaban muertas.
«Crees que eres buena, que tienes un poder que el resto no tiene, pero no eres más que una niña sobreprotegida», apreté el puño con el que aguantaba la manta al recordar las palabras de Otso. «Si sigues viva, es porque ella quiere. Si todavía no te he roto ese bonito cuello que tienes, es porque ella quiere. No eres nada sin ella, solo una niñata mimada y consentida». Mis dientes rechinaron, la ira comenzó a bullir en mi interior. «Pero tus amigas no tienen esa suerte, ¿verdad? Ellas no son tan importantes como tú».
La luz de un rayo estalló en el cielo. Otso tenía razón. Había sido una estúpida al creer que podría escoger tener otra vida.
Me levanté de la silla casi al instante, dudando de por qué había decidido salir de la habitación. Solo quería dormir, dejar de pensar, que el dolor desapareciera.
—¿Te vas? —Sin responder, crucé el salón directa al pasillo que daba a las únicas dos habitaciones de la casa—. ¿Te rindes? ¿Así de fácil?
«¿Así de fácil?»
«¿Desde cuándo las cosas habían sido fáciles para mí?»
Me detuve en seco y me obligué a mí misma a contar hasta diez antes de girarme hacia Frida. Se había levantado de la mecedora y se había detenido en mitad del salón, con sus ojos verdes acuosos esperando algo que no podía darle. Quería gritarle, necesitaba desquitarme con alguien, sacar este dolor que me estaba matando lentamente.
Tras unos segundos, me di la vuelta y caminé el tramo que me quedaba hasta llegar a la habitación en la que me había encerrado estos dos últimos meses. Frida no llamó a la puerta y yo no volví a salir en lo que quedaba de día.