Siempre había deseado ser otra persona. Habría dado lo que fuera por cambiar mi nombre, por mudarme de piel y ser alguien diferente. Nunca pensé que la oportunidad de dejar de ser Natalie Johnson fuese a ser posible. Sin embargo, cuando salí de la cafetería, solo era Nora Willson, una chica sin pasado ni futuro. Y lo más importante, ya no había maldiciones atadas a mi nombre.
Helen me pidió que la siguiera y James se marchó en dirección opuesta. Todavía estaba procesando lo que acababa de hacer. No sabía qué era más preocupante, si mi despreocupación por haberme juntado con unos desconocidos o el interés que Helen tenía por ayudar a la gente. Había tenido que recurrir a las mentiras, así que le expliqué que me había quedado sin dinero y sin mi bolsa de viaje por un supuesto robo. La ausencia de Ámbar y Cloe la había intentado aclarar diciendo que nuestros intereses eran diferentes, y que yo había decidido quedarme una temporada en Mynster. La explicación pareció decepcionar a James. No dijo ni una palabra después de eso.
Helen no me había hecho más preguntas. Ella no tenía ni idea de en qué estado se encontraba mi vida, así que no entendía qué le había hecho querer ofrecerme su ayuda una vez más. ¿Era demasiado buena o demasiado idiota al hospedar a una desconocida en su casa?
La desconfianza me hizo detenerme frente a su coche antes de abrir la puerta del copiloto. Helen estaba a punto de adentrarse en el vehículo cuando notó mi indecisión.
—¿A cambio de qué? —Helen frunció el ceño, como si no entendiera de qué hablaba—. Me dejas quedarme temporalmente en tu casa, pero todavía no me has dicho qué quieres a cambio.
—Nada
—Mentira. Todos quieren algo a cambio de otra cosa. ¿No es eso la vida? Tratos y promesas.
Me habría gustado saber qué pensaba mientras me miraba. Su expresión se suavizó.
—En todo caso, creo que deberías hacer el trato tú. ¿Qué quieres a cambio?
—¿Yo?
—Cariño, vas a estar rodeada de hombres la mayor parte del tiempo. Los quiero mucho, son como mis hijos, pero hasta yo sé la paciencia que se necesita para poder convivir con ellos. Así que adelante, pon tú las reglas.
Ahí estaba otra vez esa sonrisa. Me tensé un poco, e incapaz de decir nada, terminé rindiéndome.
El viaje a su casa fue corto. Apenas cinco minutos después, Helen se adentró en el bosque por un camino ya marcado por las llantas del vehículo. Poco después, la casa apareció a lo lejos, y el estómago me dio un vuelco al ver que había vuelto a aquel lugar, con la única diferencia de que ahora estaba completamente sola.
Helen aparcó en la zona de pavimentada y me acompañó hasta la puerta. Seguí la estela del olor de la bollería recién horneada que había comprado en la cafetería.
—Reese y Cole están en casa. Ahora te los presentaré.
Me guio directamente escaleras arriba. Pasamos por el primer piso y continuamos subiendo hasta el segundo. Había demasiadas habitaciones. ¿Cuántas personas vivían allí?
Helen se detuvo frente a una puerta y la golpeó suavemente.
—¿Reese? ¿Estás presentable?
La puerta se abrió casi al instante. Solo vi una toalla blanca atada alrededor de una cintura y unos cuantos tatuajes antes de que Helen me tapara los ojos.
—Pantalones, Reese. Ponte unos pantalones, por favor.
—Oh. Tenemos visita.
Una risa ronca antes de que el chico cerrara la puerta. Helen apartó su mano de mis ojos y suspiró.
—¿Y cuántos más hay como este? —pregunté. Helen sonrió, parecía avergonzada. En vez de optar por esperar a que el chico se vistiera, Helen se movió hacia otra de las habitaciones.
—Cole, cariño, ¿estás estudiando? —Llamó un par de veces, y tras el silencio que obtuvo, decidió abrir un poco la puerta y asomó la cabeza—. ¿Te pillo ocupado?
—Para nada —dijo la voz—. ¿Todo bien?
Helen terminó de abrir la puerta. Había un chico de cabello castaño sentado frente a un escritorio lleno de carpetas y de toneladas de apuntes. Se estaba quitando los cascos cuando me vio detrás de Helen. Me pregunté si era su hijo, porque tenía la misma sonrisa amable que ella. Se deshizo de las gafas y se levantó de la silla.
—¿Sumamos un polluelo más al nido?
—Cole, ella es Nora. Estará con nosotros solo unos meses.
Cole me tendió la mano y esperó a que la aceptara. Sus ojos eran del mismo tono marrón que su cabello. Tenía una peca cerca de la comisura izquierda de sus labios. Esta se elevó cuando sonrió.
—Encantado. No nos veremos mucho, pero puedes contar conmigo para cualquier cosa que necesites.
Cole soltó mi mano y se giró hacia su escritorio al notar que había estado observando el material que plagaba la superficie de madera.
—Son mis apuntes de Medicina. Estaba repasando algunas cosas del temario que he dado. Quiero tenerlo todo fresco antes de empezar las clases en septiembre.
—Cole ya se ha sacado la licenciatura en la universidad —explicó Helen—. Han sido cuatro años duros, pero por fin lo ha logrado. En poco tiempo tendremos a uno de los mejores cirujanos del país.
—Claro, solo me quedan cuatro años más en la escuela de Medicina y dos años como mínimo para especializarme, si es que tengo suerte.
Helen le pellizcó la mejilla con cariño.
—Nada que tú no puedas lograr.
Había perdido el hilo de la conversación desde lo que había dicho Cole. «¿Septiembre?.»
—¿Qué día es hoy? —pregunté de repente. Cole sacó el móvil del bolsillo de sus pantalones y lo encendió.
—Diecinueve.
—Mes.
—Agosto.
¿Diecinueve de agosto? Era imposible. Ámbar y Cloe habían muerto el diecisiete de agosto y yo había permanecido en la cabaña de Frida durante dos meses y medio. O bien esto volvía a ser una broma de Frida, o bien me estaba volviendo loca. Helen y Cole intercambiaron una mirada silenciosa antes de que alguien se sumara a la escena.
—Entonces, ¿es verdad? ¿Tenemos una nueva integrante?
Me volví hacia el chico pelinegro que se había apoyado en el marco de la puerta. Primero reparé en el azul de sus ojos, claro y curioso mientras me observaba, y después me detuve en el piercing de su nariz. Reese había resuelto su ausencia de ropa con unos pantalones cortos, pero el resto de su cuerpo quedaba al descubierto. Su cuerpo era una mezcla de tinta y de músculos bien trabajados. Los tatuajes se esparcían por la piel de todo su brazo izquierdo, se extendían por su pecho y subían por su cuello. Su antebrazo derecho también estaba cubierto de tinta negra.