La luz que emergió tras el enfrentamiento con la sombra del bosque no era la del sol ni la del fuego ordinario. Era un resplandor tenue, profundo, casi imposible de definir. Como una estrella atrapada en la tierra, vibraba con una energía oscura y serena. Lira la sintió más que verla. Su pecho ardía suavemente, como si algo en su interior despertara en respuesta.
El bosque había quedado atrás. La vegetación ahora era baja, los árboles esparcidos como guardianes solitarios, y en el centro de un claro oculto por la niebla, había alguien de pie. Un joven, cubierto por una capa oscura con símbolos antiguos bordados en hilo plateado, la observaba con expresión neutra, como si la hubiese estado esperando desde hacía siglos.
Sus ojos eran profundos, de un gris oscuro casi negro, pero no eran fríos. Había en ellos una comprensión callada, el tipo de mirada que solo conocen quienes han vivido demasiado en la sombra.
—Llegaste más rápido de lo que pensé —dijo, su voz grave pero tranquila, como un susurro que resonaba en el alma—. Me preguntaba cuánto tardarías en romper tus cadenas internas.
Lira se detuvo a unos pasos de él, el corazón todavía latiendo con fuerza tras lo vivido en el Bosque de las Sombras.
—¿Eres… uno de ellos? —preguntó, aunque ya conocía la respuesta. Lo sentía en su piel, en su sangre. Este joven no era un viajero ni un hechicero cualquiera.
Él asintió lentamente.
—Mi nombre es Kael. Soy la Llama de la Oscuridad.
Lira abrió la boca para hablar, pero las palabras se le quedaron atoradas. Había imaginado fuego, explosiones, poder desbordado… pero Kael era calma. Silencio. Oscuridad contenida.
—Pensé que las llamas serían… distintas —admitió.
Kael esbozó una leve sonrisa, apenas visible.
—Todos pensamos eso al principio. La oscuridad tiene mala fama, pero sin ella, la luz no puede brillar. Yo no soy destrucción, Lira. Soy el guardián de lo oculto. Lo que se esconde, lo que se teme, lo que se ignora… todo eso también tiene poder. Y valor.
El viento sopló con suavidad, agitando la capa de Kael. Lira sintió cómo algo en su interior vibraba en sintonía con la presencia del joven. Una conexión. No física, sino espiritual.
—Entonces… ¿qué debo hacer para despertar tu llama? —preguntó.
Kael la observó con seriedad por unos segundos. Luego, alzó una mano y señaló su pecho.
—Ya la despertaste. Cuando enfrentaste tus propios miedos y los aceptaste como parte de ti. No todos lo logran. Muchos creen que deben destruir la oscuridad, pero tú la miraste a los ojos y seguiste adelante. Por eso te reconozco, Lira. Por eso la llama te acepta.
El claro se oscureció ligeramente, no como si el sol se ocultara, sino como si el mundo entero contuviera la respiración. De repente, Kael brilló con una luz negra intensa, que no cegaba, sino que envolvía, reconfortaba. Lira sintió la energía de esa llama entrar en ella. No ardía. Flotaba. Y en ese instante, comprendió: cada llama era una parte del alma humana.
Kael dio un paso hacia ella y colocó su mano sobre su hombro. El contacto fue breve, pero en ese instante, Lira vio imágenes fugaces: recuerdos que no eran suyos, fragmentos de antiguas batallas, pactos rotos, guardianes caídos… y un fuego blanco al final, tan puro como inalcanzable.
Cuando volvió en sí, Kael se había apartado.
—Eres más que una portadora, Lira. Las llamas no solo deben ser despertadas. Deben confiar en ti. Y ahora tienes dos —dijo, con un tono que sonaba a advertencia tanto como a reconocimiento.
—¿Vendrás conmigo? —preguntó ella, esperanzada.