El viento marino golpeaba con fuerza, y cada paso sobre las piedras resbaladizas acercaba a Lira y Kael al final del sendero de conchas. Al fondo, sobre una gran roca negra erosionada por las olas, una figura aguardaba de pie, inmóvil, como si formara parte del océano mismo.
Lira sintió una vibración en su pecho, distinta a la llama espiritual y más fluida que la oscuridad de Kael. El agua la estaba llamando.
La figura se volvió lentamente. Era una joven de cabello largo y plateado como espuma, con piel pálida y ojos azul profundo. No llevaba armas, pero su sola presencia era inquietante. Vestía con un manto hecho de redes viejas y perlas rotas, y en su cintura brillaba un colgante con una gota de agua suspendida que giraba lentamente sobre sí misma.
—Han pasado años desde que alguien llegó hasta mí —dijo la joven, su voz suave y ondulante, como la corriente de un río profundo—. Muchos han buscado la Llama del Agua. Todos fracasaron.
—No estoy aquí para robarla —dijo Lira—. Vine a despertarla.
La joven descendió de la roca con movimientos fluidos, como si caminara sobre una ola invisible.
—¿Despertar, dices? El agua no se despierta con fuego. Se gana. Se doma. Se escucha.
Kael permanecía en silencio, observando. Lira sintió que la prueba aún no había terminado.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Lira.
—Naia —respondió la joven—. Y soy la guardiana de la Llama del Agua. Fui elegida hace mucho, cuando el equilibrio aún se respetaba. Pero mi llama duerme. Fue sellada cuando el mar perdió su voz.
Lira frunció el ceño.
—¿Cómo la despierto?
Naia se acercó hasta quedar frente a ella. Alzó una mano y la colocó suavemente sobre el pecho de Lira. Su toque era frío, pero no incómodo.
—Mostrándome que no solo puedes quemar. Sino también fluir.
De pronto, la roca tembló bajo sus pies. Del mar surgió una ola gigantesca que se alzó como una criatura viva, con forma de serpiente marina hecha completamente de agua. En su interior, remolinos giraban con fuerza suficiente para romper huesos.
—Si puedes sobrevivir a su abrazo —dijo Naia—, la llama será tuya.
La criatura de agua lanzó un rugido hueco y se abalanzó sobre Lira.
Kael retrocedió, pero no intervino. Esta era su prueba.
Lira cerró los ojos. Podía sentir el fuego dentro de sí queriendo resistir, queriendo pelear. Pero si lo usaba, se evaporaría el agua. Destruiría. No comprendería.
Entonces cambió la estrategia. Respiró hondo. Soltó la tensión. Y cuando la criatura cayó sobre ella, en lugar de combatirla… se dejó llevar.
El impacto fue brutal. La empujó contra la roca, la arrastró al borde del agua, la envolvió en una espiral líquida que giraba a su alrededor como un huracán. Pero Lira no luchó. Fluyó.
Recordó su infancia, nadando entre pozas de agua dulce, buscando reflejos en la superficie. Recordó las veces que contuvo lágrimas por orgullo. El agua no era su enemiga. Era parte de ella.
—No vengo a controlar el agua —susurró entre el caos—. Vengo a honrarla.
La criatura se detuvo. Se quebró como una ola contra un acantilado, deshaciéndose en una lluvia cristalina. La marea se retiró con un suspiro.
Naia la observó en silencio, sus ojos humedecidos por algo más que el viento del mar.
—No esperaba que lo lograras —murmuró—. Pero lo hiciste. No destruiste. Comprendiste.
De su pecho brotó una luz azul suave. Era líquida, danzante, como un manantial despertando tras un invierno largo. Caminó hacia Lira y colocó sus manos sobre sus hombros.
—Toma la Llama del Agua. No será tu esclava. Será tu espejo.
El poder fluyó en Lira como una corriente viva. Sintió su alma expandirse, inundarse. No era un poder que quemara, sino que aliviaba. Que sanaba. Que recordaba.
Cuando abrió los ojos, Naia sonreía.
—Ahora somos tres —dijo—. Y el mar vuelve a cantar.
Kael, desde la distancia, asintió con respeto. Su sombra envolvió a ambos por un instante, como un lazo de promesa silenciosa.
El viaje continuaba. Y ahora, con la Llama del Agua en su interior, Lira sentía que el mundo… apenas comenzaba a revelarse.