Los caminos del norte eran más verdes, salpicados de musgo, raíces trenzadas y árboles altos que susurraban entre sí como antiguos guardianes. Taren caminaba delante del grupo con una seguridad que contrastaba con la espesura que los rodeaba. Lira notaba cómo cada paso que él daba evitaba una raíz traicionera, un pozo oculto, una rama seca que delataría su presencia.
—Este bosque tiene nombre —comentó Kael, caminando a su lado.
—Sí. Se llama Bosque de las Mil Voces —dijo Taren, sin volverse—. Porque quien duerme en él, nunca está solo.
Lira frunció el ceño.
—¿Qué tan cerca estamos del Templo de los Sellos?
—Tres días si seguimos este paso —respondió Taren—. Uno y medio si me dejan cortar camino por el Paso de las Hojas Caídas. Claro, si no les importa enfrentarse a los Espectros del Olvido.
—Nunca escuché de ellos —dijo Naia con cautela.
—Eso es porque los que los ven… no suelen contarlo —dijo él, girando la cabeza con una sonrisa sarcástica.
Kael lo miró con una ceja alzada.
—Me agrada tu humor. Probablemente mueras joven.
Taren sonrió, pero sus ojos no se relajaron del todo. Lira lo notó.
Cuando hicieron campamento esa noche, cerca de una formación de piedras talladas con símbolos antiguos, Taren se sentó junto al fuego y, por primera vez, dejó su arco a un lado. Sus manos estaban curtidas, con pequeñas cicatrices en los nudillos. Había vivido más de lo que sus veintitantos aparentaban.
—¿Por qué conoces tanto de esto? —le preguntó Lira mientras repartía un poco de comida—. Sabes de criaturas, de caminos ocultos, de la guerra de las llamas…
Taren tardó unos segundos en responder.
—Mi madre era bibliotecaria del Filo de Arelas, una ciudad que ya no existe —dijo finalmente—. Mi padre… era un mercenario. Ambos murieron cuando yo tenía doce, por culpa de uno de los fragmentos.
El fuego crepitó, y por un instante nadie dijo nada.
—Crecí solo, robando para vivir, escapando de cosas que ni entendía. Hasta que encontré un mapa, uno que hablaba del Templo de los Sellos. Desde entonces… busco respuestas.
Lira bajó la mirada. Había fuego en las palabras de Taren, pero era un fuego sin llama. Uno forjado por pérdida.
—¿Y por qué ayudarnos? —preguntó Kael—. Podrías haberte ido después de salvarnos.
Taren miró al fuego. Luego a Lira.
—Porque algo en ti me recuerda que esto no es solo magia ni destino. Es… una elección. Yo no tengo llamas. No tengo poder. Pero puedo hacer que quienes sí lo tienen lleguen a donde deben estar. Eso me basta.
Naia, silenciosa, asintió con respeto. Kael también, aunque sin decirlo.
Lira se acercó y extendió una mano.
—Entonces ya no eres solo un guía. Eres parte de esto.
Taren la tomó sin dudar.
—Y juro que no los abandonaré.
Esa noche, mientras dormían, Lira soñó con el Templo de los Sellos. Torres antiguas envueltas en lianas, campanas que no sonaban desde hace siglos, y siete llamas flotando alrededor de un sello agrietado… con una octava sombra creciendo en su centro.
Al despertar, supo que el tiempo se acortaba. Y que no solo los fragmentos los buscaban.
Algo más oscuro los esperaba en el norte.