El mundo era un zumbido en la mente de Taren. Cada intento de abrir los ojos era como nadar a contracorriente en un río oscuro. Sentía el cuerpo entumecido, los brazos atados con algún tipo de ligadura fría que no era cuerda… sino sombra solidificada.
La primera vez que logró ver, solo distinguió piedra. Una celda sin barrotes, pero con runas negras talladas en las paredes. El aire olía a polvo antiguo y a metal oxidado.
No estaba solo.
—Despiertas más rápido de lo que pensé —dijo una voz suave, masculina, casi burlona.
Taren alzó la vista. Frente a él, sentado sobre un trono de fragmentos flotantes, estaba el encapuchado de la máscara rajada. La misma figura que lo había capturado. A su alrededor, las sombras se movían como si respiraran.
—¿Quién eres? —logró decir Taren, con la garganta seca.
—Alguien que, como tú, fue olvidado —respondió el enmascarado—. Pero a diferencia tuya… yo decidí tomar lo que este mundo me negó.
Caminó hacia él. Taren sintió un frío helado donde pasaba. Sus pasos no hacían ruido.
—No tienes una llama —continuó el hombre—. Pero no estás vacío. En ti hay algo raro… algo humano. Algo puro. Es curioso.
Taren escupió sangre al suelo.
—Y tú tienes demasiadas palabras para alguien que se esconde tras una máscara.
El enmascarado rio. Un sonido seco.
—Puedo destruirte en un instante. Pero no quiero. Aún.
Se inclinó y puso un dedo sobre el pecho de Taren. Un destello oscuro se extendió como una telaraña. Taren gritó. No por dolor físico, sino por algo más profundo: el fragmento intentaba entrar en su mente.
—¿Sabes por qué los fragmentos nos eligen? Porque estamos rotos. Porque estamos vacíos en el lugar correcto —susurró el hombre—. Pero tú… tú podrías ser más que un simple instrumento.
—Jamás ayudaré a lo que sea que eres —gruñó Taren.
El hombre se incorporó lentamente.
—No necesito tu ayuda. Solo necesito que resistas. Porque cuando lo hagas, cuando tu alma empiece a desmoronarse… te convertirás en el puente.
Taren jadeaba, sudoroso, luchando contra la invasión oscura que rozaba su conciencia.
—¿Puente… hacia qué?
El enmascarado giró hacia una cámara más profunda, donde una puerta de piedra crujía al abrirse. Dentro, flotaba una esfera negra, rodeada por siete círculos rotos de luz. Uno de ellos chispeaba, como si estuviera a punto de encenderse.
—Hacia el renacer del Fragmento Original —respondió con voz casi reverente—. La octava llama que los antiguos sellaron. La que no puede ser controlada… salvo por alguien que no tenga llama.
Taren entendió. Querían usarlo. No como arma, sino como receptáculo.
Como un portal.
Y entonces lo vio. Por un instante, mientras cerraba los ojos para resistir la locura, vio la imagen de Lira. Firme. En llamas. Con Kael y Naia detrás, buscándolo.
—No van a llegar a tiempo —dijo el hombre, como si pudiera leer sus pensamientos—. Pero si llegan… lo verán todo arder contigo.
La puerta se cerró de golpe. La oscuridad envolvió a Taren. Pero su mente, aunque debilitada, no cedió.
Aún no.
Porque sabía una verdad que el enemigo ignoraba:
Él no necesitaba una llama para incendiar el mundo. Solo necesitaba una oportunidad.