La noche había caído como una cortina espesa, pero los tres no se detuvieron. Kael abría camino entre las ramas con su sombra convertida en cuchillas, mientras Naia recitaba encantamientos para mantener alejadas a las criaturas del bosque. Lira iba en medio, fuego en los ojos y rabia ardiendo en cada latido.
—¿Estás segura del camino? —preguntó Naia, agotada.
—No lo veo… lo siento —dijo Lira—. El vínculo. Aún está vivo. Y tiene miedo.
El suelo se volvió oscuro, casi ceniciento. La hierba desapareció. Solo quedaban árboles secos, piedra resquebrajada y un aroma ácido que llenaba los pulmones.
Llegaron a una abertura tallada en la montaña. Un templo olvidado, rodeado de fragmentos flotantes como cuchillas suspendidas en el aire. En el centro, una torre derruida respiraba sombra.
—Está ahí —dijo Kael, aferrando su espada de oscuridad.
Entraron sin titubear.
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Dentro del templo, el aire vibraba con poder contenido. El suelo brillaba con runas apagadas, y en las paredes, ecos de fuego y agua luchaban por manifestarse.
En la cámara central, lo vieron.
Taren, atado por cadenas hechas de humo negro, colgando en el aire como una marioneta rota. A su alrededor, el Enmascarado observaba la esfera oscura, con los ojos cerrados.
—¡TAREN! —gritó Lira.
El Enmascarado giró la cabeza lentamente. Sus ojos, detrás de la máscara, brillaban con un tono carmesí apagado.
—¿Cuánto estás dispuesta a perder por un simple humano, Lira del Fuego? —preguntó—. Él es un puente. Una llave. No vale tu sangre.
—Para mí, lo vale todo.
Lanzó una llamarada directa. El Enmascarado alzó la mano y desvió el fuego con un gesto. Las sombras tomaron forma: una bestia negra con forma de lobo, garras de humo y dientes como cuchillas.
Kael se interpuso, cruzando espada con la criatura. Naia comenzó a entonar un canto para deshacer las cadenas de Taren. Lira se enfrentó directamente al Enmascarado.
Fuego contra oscuridad.
Cada golpe de ella era como un latido ardiente. Cada contragolpe de él, una herida de silencio. La energía de ambos sacudía los pilares del templo.
—¡Nunca lo entenderás! —gritó el Enmascarado mientras los fragmentos giraban a su alrededor—. El mundo ya está roto. Solo queda quemarlo por completo… y reconstruirlo desde las cenizas.
Lira arremetió con todo su poder. La Llama del Espíritu, la de Agua, y la Sombra de Kael que ella también contenía. Era un estallido puro, una explosión de luz que hizo temblar la sala.
Pero no fue suficiente.
El Enmascarado se desvaneció en humo y reapareció a su espalda. Le atravesó el abdomen con una lanza de sombra, delgada como una aguja, precisa.
Lira cayó al suelo con un grito, la sangre mezclándose con el fuego que manaba de su herida.
—¡LIRA! —gritaron Kael y Naia al unísono.
Taren abrió los ojos, y con una furia salvaje, rompió una de las cadenas con un grito. No por fuerza, sino por voluntad. La segunda se resquebrajó. Naia lo alcanzó y lo ayudó a caer.
Kael, ciego de ira, cubrió a Lira mientras Naia la estabilizaba con agua curativa. El Enmascarado retrocedió, la máscara ahora agrietada.
—Esto no ha terminado —dijo, antes de desvanecerse como ceniza en el viento.
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Minutos después, bajo los restos del templo, el grupo descansaba. Lira estaba viva, pero su llama… parpadeaba.
—Su herida… tocó la raíz del fuego —susurró Naia, temblando—. Si no encuentra la siguiente llama, podría apagarse.
Taren se acercó, la tomó de la mano.
—Voy a ayudarte a llegar. No importa cuánto cueste.
Lira lo miró, pálida, pero firme.
—El Fragmento Original… lo están despertando. Tenemos que detenerlos.
—Y lo haremos —dijo Kael, sombrío—. Pero primero, encontraremos la siguiente llama.
La guerra estaba lejos de terminar.
Y Lira… ya no era solo la heredera del fuego. Era su sacrificio viviente.