El amanecer llegó teñido de gris, como si el cielo mismo temiera mirar lo que había ocurrido dentro del templo.
Lira yacía en un lecho improvisado de hojas y mantos, su piel fría, el fuego interior reducido a un leve parpadeo. Kael y Taren habían sellado la entrada del templo con piedras, y Naia no se había movido de su lado desde que logró cerrar la herida física.
Pero lo más peligroso no era lo visible.
—Su llama está… apagándose —murmuró Naia.
—¿Puedes detenerlo? —preguntó Taren, los puños apretados.
Naia negó con pesar.
—No completamente. Pero hay un ritual. Un intercambio.
Kael se giró hacia ella, atento.
—¿Qué clase de intercambio?
Naia miró a Lira, luego a ellos.
—Ella necesita fuego nuevo… o una parte de otra llama. Solo así su alma volverá a encenderse. Pero quien lo haga perderá una parte de sí.
Kael no dudó.
—Tómalo de mí.
Naia lo miró sorprendida.
—¿Estás seguro?
—El fuego me escogió, sí. Pero Lira… es el fuego. Sin ella, las llamas no se unirán. El legado se rompe.
Taren colocó una mano sobre su hombro.
—Yo también lo haría si pudiera.
Naia preparó el ritual. Dos círculos dibujados con sal y carbón. Lira en uno, Kael en el otro. Naia entre ambos, recitando en un idioma que parecía salir del agua misma.
El humo comenzó a danzar, una chispa cruzó de Kael a Lira, un hilo rojo que se volvió llama. Kael cayó de rodillas, jadeando. Lira abrió los ojos, y por un instante… el fuego volvió a arder con más fuerza que nunca.
—¿Kael? —murmuró, confusa—. ¿Qué…?
—Estoy bien —dijo él, sonriendo, aunque sus ojos reflejaban el dolor del vacío—. Solo… más silencioso por dentro.
Naia selló el círculo y suspiró de alivio.
—Ha funcionado. Pero no durará. Su llama necesita fortalecerse encontrando la siguiente. Y rápido.
Taren desplegó un mapa.
—Según lo que robé del templo, la próxima se encuentra en las Llanuras del Viento, al sur. Allí habita la Llama del Aire.
—¿Nombre? —preguntó Lira, mientras se incorporaba lentamente.
—No lo dice —respondió Taren—. Solo que “la que vuela sin alas” protege un santuario oculto entre tormentas eternas.
—Entonces ahí iremos —dijo Lira, ya de pie—. No pienso perder este fuego otra vez.
Kael asintió, aunque más débil. Naia apoyó su mano en su hombro, silenciosa. Taren ya había comenzado a empacar.
La lucha no había terminado.
Solo había cambiado de viento.