La tierra se estremeció. No como un temblor común, sino como si el propio suelo sufriera.
Fue leve al principio: una grieta en el horizonte lejano, una línea oscura que cortaba el paisaje con una precisión antinatural. Pero el eco… ese eco sí llegó.
Un pulso.
Un llamado.
Lira cayó de rodillas.
—¿Lira? —gritó Naia, corriendo hacia ella.
—¡No la toques! —advirtió Aerya—. Hay… algo fluyendo a través de ella.
Lira no respondió.
Porque ya no estaba allí.
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La visión la arrastró con la fuerza de una tormenta.
Se encontraba en el mismo campo donde ahora acampaban, pero el cielo estaba rojo como sangre evaporada. Torres de humo se alzaban donde antes había árboles. El aire ardía con fuego negro. Y los cuerpos… los cuerpos de sus compañeros yacían sin vida.
Kael, con su sombra quebrada.
Naia, consumida por vapor hirviente.
Taren, envuelto en cristal roto.
Aerya, fundida con el viento.
Liora, disuelta en luz.
Ella caminaba sola entre cenizas. Desorientada. Rota.
Y al final del camino, sobre un altar de fuego y hueso, el Enmascarado la esperaba.
—Lo intentaste, Lira. Como todos los que vinieron antes. Pero el fuego no escucha a quienes temen quemarse.
Se quitó la máscara.
Y el rostro que vio debajo fue el suyo.
Ella misma.
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—¡Lira, despierta! —gritó Kael, sacudiéndola.
Lira se incorporó de golpe, jadeando, cubierta de sudor frío. La visión aún ardía tras sus ojos. Las imágenes no se iban. Ni el olor a muerte.
—¿Qué viste? —preguntó Taren, preocupado.
Lira los miró a todos. Uno por uno. Vivos, por ahora.
—Una grieta… abierta por el Enmascarado. Una herida en el mundo. Pero también… un futuro. Un destino donde todos ustedes mueren. Y yo… me convierto en él.
Silencio.
—¿Fue una visión real? —preguntó Aerya, con el rostro tenso.
—No lo sé —respondió Lira, temblando—. Pero se sintió más real que cualquier cosa antes. Y si seguimos por ese camino, podríamos… podríamos estar construyendo nuestra propia ruina.
Kael se acercó y puso una mano en su hombro.
—Entonces cambiaremos el camino. Porque si el fuego te mostró un futuro, también te dio la oportunidad de evitarlo.
Naia asintió.
—Estamos contigo, Lira. Siempre.
Ella cerró los ojos. El fuego dentro de ella no rugía. No ardía.
Susurraba.
Una advertencia.
Y al mismo tiempo… una elección.
En el horizonte, la grieta se expandía como una raíz negra en el cielo.
Y algo antiguo despertaba bajo ella.