Habían pasado tres días desde la visión en las ruinas. Lira aún escuchaba en su mente las palabras de la figura de ceniza. Cadenas. Juicio. Furia.
Pero por ahora, necesitaban avanzar. Si el Enmascarado buscaba reunir los fragmentos, ellos no podían detenerse a dudar.
Y así, guiados por los restos del mapa de Liora y los susurros que solo Lira podía sentir, llegaron a las Tierras Alzadas de Veyran, una meseta azotada por vientos eternos. Era un lugar donde el aire ardía de tan seco y la tierra parecía a punto de romperse.
—Aquí —dijo Lira, alzando la mano—. Aquí late algo. No como una llama madura… sino como una que aún no ha elegido qué será.
—¿Crees que está despierta? —preguntó Kael.
—No lo sé. Pero está cerca. Y está… en conflicto.
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Lo encontraron entre ruinas derrumbadas, junto a un cráter negro donde parecía haber explotado algo. Un joven, tal vez de diecisiete años, de cabello rojizo y ojos color ámbar brillante. Su cuerpo tenía quemaduras mal cicatrizadas y su respiración era agitada.
Estaba peleando contra un grupo de asaltantes del desierto. Pero no con armas.
Con fuego descontrolado.
Cada vez que gritaba, una onda de calor barría el suelo. Las llamas surgían de su espalda como alas quebradas, destrozando piedra y carne por igual.
—¡Deténganse! —gritó Lira, corriendo hacia él.
El muchacho giró hacia ella. Por un instante, sus ojos brillaron con una mezcla de rabia y miedo.
—¡No me toquen! ¡No me controlan! ¡No soy como ustedes! —rugió.
Y entonces, el fuego explotó de nuevo.
Naia levantó una pared de agua. Kael usó sombras para desviar el impacto. Taren gritó su nombre, pero no se atrevieron a acercarse. Hasta que Aerya lanzó una chispa controlada, suave, que se encendió justo frente al joven como un faro, no como un ataque.
—¡No estamos aquí para hacerte daño! —gritó ella—. Somos como tú. Somos llamas.
El joven parpadeó. Luego cayó de rodillas, respirando con dificultad.
—¿Como yo? ¿También… escuchan voces cuando duermen?
Lira se acercó con cuidado. Tocó su hombro. Sintió el fuego. Era salvaje, como una tormenta sin dirección. Pero auténtico. Innegable.
—¿Cuál es tu nombre?
—Eren. Con “e”, no con “o” —dijo con un intento torpe de sonrisa—. Y si tú puedes hacer que esto… deje de quemarme por dentro… entonces sí, me uno a ustedes.
Lira asintió. Aunque sabía que esa llama era distinta. Incompleta. No por falta de poder, sino porque había sido forzada a despertar antes de tiempo.
—Lo que llevas dentro no es una maldición, Eren. Es parte de algo más grande.
Él la miró. Y en sus ojos… se encendió una promesa de fuerza. Pero también de peligro.
—Entonces enséñenme a no matar todo lo que toco.
Esa noche, mientras acampaban al pie de la meseta, Lira observó a Eren desde lejos. Su fuego aún temblaba al menor impulso. Pero algo le decía que en él había más que una llama.
Tal vez… un fragmento de lo que el Enmascarado también buscaba.