Seth observaba la llama oscura flotar sobre la palma de su mano, danzando en silencio. Estaba solo en el borde de una montaña desierta, el viento soplando a su alrededor como un murmullo constante. No necesitaba compañía. No quería recuerdos. Pero esa noche, el pasado no le ofrecía tregua.
Años atrás, Seth no era más que un muchacho de mirada aguda y corazón inquieto, nacido en un pueblo olvidado al norte, donde el fuego no era un símbolo de poder, sino de temor. Los antiguos hablaban de los Portadores, las siete llamas, y del equilibrio del mundo. Pero en aquel lugar, el fuego había traído solo tragedia.
Seth tenía cinco años cuando su casa ardió por completo. Nadie supo cómo comenzó el incendio, solo que lo consumió todo. Su madre murió tratando de sacarlo de entre las llamas. Su padre, incapaz de vivir con la culpa, se perdió entre la locura. Seth sobrevivió, ileso… demasiado ileso.
Los aldeanos empezaron a hablar. Decían que había algo en él que no era natural. Que el fuego lo había aceptado, o peor: que lo había provocado.
Lo desterraron.
Vagó durante años, solo. Con el tiempo, las llamas comenzaron a hablarle, a responderle. Su don crecía, alimentado por la rabia, por el abandono. Nunca tuvo un guía. Solo visiones, trozos de un poder que no entendía. Pero entonces, alguien lo encontró.
El Enmascarado.
—No eres una aberración —le dijo, la primera vez que lo vio—. Eres una pieza de algo más grande. El mundo te teme porque fuiste hecho para ser más que él.
Seth dudó. Aún conservaba recuerdos de su madre, de los días en que pensaba que la llama podía dar calor, no solo destruir.
Pero cuando el Enmascarado le mostró el primer fragmento de Eron, algo dentro de él resonó. Comprendió que no era solo un portador. Era una de las siete llamas. La última. La más solitaria.
—Te han hecho creer que los buenos ganan, Seth —le susurró el Enmascarado—. Pero la historia la escriben los que actúan, no los que esperan.
Seth aceptó. No porque odiara al mundo. Sino porque el mundo ya lo había rechazado.
Desde entonces, había seguido al Enmascarado, convencido de que la destrucción era necesaria para empezar de nuevo. Que el equilibrio debía romperse para construirse otro. Uno donde los como él no fueran monstruos.
Pero en su interior, había algo más. Algo que no se atrevía a mirar demasiado de cerca: una duda. Un reflejo de lo que pudo haber sido, si alguien lo hubiera elegido. Si él no hubiera sido el último en ser hallado.
Esa noche, mientras el viento rugía en lo alto de la montaña, Seth cerró los ojos. Y por primera vez en años, soñó con su madre, y con el fuego bailando alrededor de ella… sin quemarla.